lunes, 29 de agosto de 2011

Aunque no sea conmigo




BIOGRAFÍA

Rosa Amelia González Baeza, nace en Talca, un 16 de octubre de 1964. Desde pequeña manifiesta un gran interés por la lectura, pero es durante la enseñanza media (1979) que comienza a crear sus primeros tímidos versos, gran parte de los cuales terminan asesinados por ella misma, hechos trizas en el fondo del basurero o extraviados en alguna noche de juerga ilimitada.
En un loco afán por descubrir su propia voz poética, decide participar en talleres literarios dirigidos por destacados escritores como Enrique Villablanca, Gabriel Rodríguez y Matías Rafide, siendo este último quien sin saberlo y tal vez sin quererlo, gatilla en ella el despertar del oficio entregándole algunas claves para purificar de vicios sus textos, sin duda que desde ese momento ella asume un compromiso real y serio que se traduce en una constante búsqueda y perfección de su estilo.
Comienza a tener más participación en la actividad literaria de su ciudad, interviniendo en varios recitales poéticos en la Región del Maule. Realiza la publicación de algunos de sus trabajos en libros de carácter colectivo. Entre los años 1991 a 1996, se convierte en destacada columnista del Diario El Centro de la séptima Región, actividad que abandona por sentir que la motivación inicial había desaparecido.
Actualmente la autora se prepara para iniciar una nueva etapa creativa, aproximándose lentamente a la narrativa, pero sin abandonar el instinto cazador de imágenes que ella acumula a la hora en que muchos están durmiendo.

Loba Crepuscular


En tiempos primitivos no tuve que enseñar el paradigma hipnotizador de mi origen. Ese, que a veces me abandona y sin más preámbulo degenera en mi calaña aulladora. Antes, el índigo me inundaba de más luces y ahora entiendo, que sólo era un esbozo del nuevo azul que es sólo mío y tuyo, si lo antojas. Hacia lo alto del montículo, enganchan mis deseos empantanados de trasnoches en la feroz despedida de la que siempre fui. Aunque insistes, loba madre, en decirme que la noche no me abraza, ella está esculpida en la punta de mi lápiz que sin saberlo escribe. Ya no importan las calles recopiladas bajo mis pasos, despliego un centenar de formas nocturnas ocultas sobre el sol. Puedo ser el alfil que ignora su destino, aunque sé bien que en esa irreconocible existencia, hoy me encuentro con la loba nocherniega que me inunda de crepúsculos, a la vuelta de cualquier esquina. Si pudiera darte mi clave, sabrías que no existe, pero aún así, me asolan sobre los ojos imágenes que ninguna otra criatura puede ver, ni verá. Sé que la memoria es frágil, aún así, siempre recordaré cuando desplazaba mis patas afiebradas por el cemento inerme. Sigo mis huellas y dejo caer suave sobre la piel de transparencia inusitada un lastimoso aullido que trasciende en el infinitud de las sombras.

Soy la lluvia que moja el árbol prohibido. Conmigo, el fruto nunca madura

Insisto,

Me niego a dejar de insistir. Sucumbo, hoja de metal.
Reaparezco, se aumentan los arcángeles. Los santos, aquí, aún en pañales. Matriz de laringe.

Un segmento con una lámpara gradual, donde el ave de rapiña exhorta, las estampas del linaje en la cerca de la no presencia. Hay, una plaga púrpura en cada elemento, y yo, soy ese cortafuego.

Intimó con un suspiro en mi pezón. Un artificio, un engaño. El solsticio de invierno, cuando ya no seducimos el verano. Se mata, residiré comprendiéndome. Es mi género de conciliar.

Suspenderé, la misa nativa de la gracia. Mientras anochece sobre mis pensamientos, la luna ampara ese caer al despeñadero, entre la frondosidad de otro versículo donde aparece la clemencia y la conmemoración, la naciente sabiduría de mi sobrenombre, la molesta paz de mi habitación.

La manada, me acecha
La mancomunidad me reclama, cuando aún mi cadáver, garabatea.

Un gruñido se escapa de mis huesos, desahogando la tumba en que resido. ¿Qué ,zonas, aún no me conozco? Y seré en ningún tiempo, como viajera sin equipaje.

Cuando la expresión se perfeccione, conocerán los desvaríos mortales de la otra que nació alada.

Sin ninguna atadura visible que evidencie el ensueño. El día, y éste firmamento. Y aquél y aquella y aquellos y ninguno

Y la pasión del torrente que me ahoga.

Sobrelleva el entusiasmo relativo en reverso del acero. Luego, un estacazo. Luego, el torrente.

Luego, los océanos luego. Luego, después a media oscuridad

Esa advertencia, inocente, de mi perdurable virgen.

Enajenado monte de alabanzas. He inhalado la congoja, camino hacia ninguna parte

Luego, otro episodio, un compromiso.

Corazón de loba

Alaben a mi loba. Acérquense,, incrédulos a ese aro en que la vidente como un ave rapaz, predice mi parto, predice el maleficio, el pecado y la casta, que se desangra sobre la lluviak, lavando el núcleo llagado, vulnerando la pértiga en mi costilla. Un discreto suspiro abrirá la portezuela, trazando un destino inacabado. El atalaya. Corazón lobo, dice potestad, dice capitulación. He examinado mi retrato en la pestaña escarlata del sol. He visto mi entidad alba en la muralla, cuando resplandecía y lucía como una trémula nomeolvides. Circulaba el cauce en el reverso de mi estirpe, a manera de óleo sobre mi imagen, renacían los ancestros. Loba, loba, te amo. Te absuelvo porque te he erigido insalubre, como la maldad. Me consagro a preservarte en nombre de todas mis hermanas. Dime, oráculo, ¿adviertes mis prolongaciones, mi púrpura marisma membrana de carnicera indigna y el desafecto de mi pestaña pastosa?

Ensálzame, soy irreparable y frecuento al librepensador. No hay éxodo que finiquite el rugir de mi sangre. Las víboras no han conseguido obstruir la trampa que agrieta el sempiterno afluente. Expresó el indeleble légamo. Enjuagó mis favores escarlatas. Abandonó las lisonjas en el módulo obsceno, ese que nos inquietaba cuando nos abarcaba el trifolio impávido, trifolio y serenidad, trifolio malversado instante nunca

Indivisible tenebrosidad.

Este amanecer es la maldición.
Cualquiera habita matando y notamos que son indivisibles.
Eres por siempre
Mi diosa loba, madre de mi madre. Hija de mi espíritu santo

Un ajedrez con el infinito

Agitan blancas piezas los vasallos del juego: me saco el grillete, voy de pasillo en pasillo, la cándida ya no se desarrollará, atalaya conquista al emperador indefenso, una migaja se depura y es gracia inmemorial en los pelajes. Regresamos sobre el mutismo de las bocas. Un grácil pájaro ha hilvanado su risita sobre el aire. Tiemblan, oscurecidos alfiles. El ebrio hedor, se asocia al cuchillo degolladero y a la encéfala herencia. ¿Qué, es? Una contemplación entre el conflicto, un olfato que la revolución mar adentro crea, cuando el apetito asciende. Astucia y subsistencia; el brote, presiona sus aguijones en la faringe de esta amanecida. Se estremecen limpias mis manos: lo naciente en la concavidad de mi calavera. ¿Gozas, sabedor del cántico helénico? Se desprende de su musculatura, Vicente, para digerir. Un caballo respinga su despótico envés. Conquisto oscurecidos recuerdos: una pieza desde la raíz de la confusión; lleva antifaz. La loba adivina, bajo los nublados. Hay, todopoderosos percibiendo. La loba espera en entretelas, indivisible, sobre el púlpito descomulgado.

En el último casillero, ha subsistido sólo un alma... Jaque mate.

Me perturba la mirada limpia de Judas

En fragmentos he desfallecido sobre la escama de piedra caliza clara y oscurecida, bajo los arcos de triunfo. Una fresca brisa bajo las extremidades hace temblar mi esqueleto el precipicio. Son tiempos de corceles azabaches. Abolengo en los antepechos, y en mi vestidura, sólo la noche. La canción reúne a las hermanas, mi fundamento se perfecciona, menesteroso. Es tan anémico, lleva un ciclo de sol en el tobillo. Abandona el rastro susurro y deja la sangre colgando de los colmillos en señal de triunfo.

Aullido.

El jadeo protesta. Un animal de presa se pernocta en el tragaluz pequeño de mis ojos y vislumbra íntimamente mi sollozo, la próxima víctima, la morada de la muerte se precipita. No hay Edén. Conmueven, los cándidos vagidos de las sacrificadas. Sobre el muro Narciso, fundida en lo andado, instituida, poderosa. Como se aborrecen estos argumentos que dignifican el crimen.

El mandato

A mi loba, más tarde

En verdad ella ha dejado de aullar, profesa que jamás ha caminado en cuatro patas. Juzga, que en ningún tiempo se ha quejado y que los astutos ocuparon su puerto, pero ella escudriña un hedor a sal profetizada, se acaricia los pezones, afila los colmillos, se eclipsa por el desfiladero, trata de fragmentar esa zona de redención sobrecargada de pecados. ¿Cómo, no pecar de ignorancia en este insuperable instante en que se delibera alevoso, tener olfato de loba, tal vez delinear el envés de esta hembra brutal con vuelos de galimatías, a lanceta, con el mismo bisturí? Su arte inflexible se paraliza en una comunión con la caricia imparcial. No retiembla, debe excitar el aullido que la aturde de tan imprevisto, pero la gracia de la inmensidad se le viene de las fauces. Ya, apesta a masa de agua su pelaje taciturno. Ya, los extremos. Duda, que no exista aullando; que escriba, pretendiendo hacerlo de día; eso yacería impropio en el semblante de los incrédulos. Por el lucero pequeño irrumpe la novísima puesta de sol en mendrugos, pero la loba inmortal esperanza su reinado, el reinado de serpentina, donde una vestidura limpia, cubrirá las figuras disgregadas por la noche. Sus prerrogativas le juzgan extraña, palpan a la mujer proverbio, la reclaman borrasca, no interpelan su generoso llamado.

Descifra que poco le seduce. Todo es negación y es carencia. Cree que no hay venida, que no puede separar los tiempos y subsistir en el prototipo de los ensueños, con aquella nueva mujer, irascible y clandestina que tantas veces ha tenido en su sexo.

Otro profeta anuncia su canto vehemente y entonces ella gime y le ofrece los hijos lóbregos que inventaba al borde del precipicio, rompe el pacto de silencio, y escribe los primeros acordes de un arcoiris sobre las estrellas los cuerpos mutilados por ella, están allí. Ella no pregonará arrepentimientos. La loba lo sabe y tiene miedo. Bebe, el último trago de sangre, piensa en la pared de su cuarto propio. Piensa, en la palabra que ella está susurrando por vez primera, la que siempre escribía por inercia, casi sin querer.

He cerrado los ojos para concederle un deseo a la loba de noche

Una noctámbula sombra se acerca a la ventana. La luna ha entrado fiera y profana la quietud del misterio que habita la imagen, que tuve y perdí.

Hay noches, en que el viento derriba mis prejuicios. Regresa la indomable, la indolente, la trémula, la indecente, la profana. Entonces las palabras se dejan caer sobre mi inconsciente y escribo entre el viento en la dimensión más oscura. Es el tiempo de convocar al brindis.

Y luego, la quimera de la innoble y el lápiz cuchillo certero asesinando las historias.

Ceder al impulso se hace necesario. Sobre la mesa, me dejarán las sombras papel blanco, tinta y un destino sin destino que es el de todos los que escriben. Frente a mí una mirada de loba triste acongoja el corazón de la nostalgia en está medianoche que trae de regreso la plácida estación del olvido. Aún, sigo respirando, el verbo del origen. Me reconozco. Soy, la loba.

Y soy, el desconsuelo, en esta noche larga.

Loba madre, permite, que se demore en llegar el amanecer.

Convoco, a la manada, en nombre del pacto.

Una densa calma atraviesa la mirada de mi alma felina. Escapo por la ventana y le digo que sí al instinto. No seré esta noche, ni ángel, ni demonio, ni la clave que todos buscan. Dejaré correr las palabras por la sangre de los elegidos. En los vientres, estériles sembraré semillas astrales y brotarán azules criaturas que perpetuarán la especie. Y vendrán, a poblar las sombras, pequeñas lobas de hablar pausado. Hijas del verbo.

Y, entonces, el silencio, recuperará su voz.

La especie, el origen.

Convócame noche de mi noche.

Escribir, después de todo, es sobrevivir a toda costa. Abrazados, al peor de los infiernos y escribir de la dicha dichosa. Hoy, el sol, eclipsa la luna de mi ayer y se alza el amanecer irremediable. Miro, la lapicera, en cuatro patas sobre el papel. Ella, es testigo, de toda la sombra que bebí, en nombre del verso.

Esta es una noche profusa, incandescente como la pasión.

Caminaré despacio entre penumbras, reconociéndome entre el sudor del rocío. Luego, la ceremonia de iniciación y la entrega total a la loba que me espera.

Un canto de trino lejano estremece la quietud del bosque, mientras vuelvo a nacer, entre la placenta húmeda del parto involuntario. Se concreta la razón y el principio de mi ser y estar.

Todo no puede ser una impertérrita mentira

Enmudece.

La lluvia

Dentro de mí, reposa herida mi loba. Ella, dijo la primera palabra y fue partera iluminada del verbo, renacieron promesas entre las cenizas de sus muertos. Vuelven los recuerdos con los sentidos desgarrados. Vuelve el aullido. Cada vez, más fuerte.

La noche no tiene piedad con sus hijos pérfidos y soy esclava de mis instintos, los pórticos de mi lengua se abrirán de par en par. Cruces de oro sobre la desigualdad y un hábito como paramento. Nada disminuye el duelo, pronuncio un rezo imperceptible.

Y son sólo lágrimas

Sólo lágrimas. Sólo la pérdida y el desamparo. El cuarto lóbrego, la perfección del miedo. Vigilar al acecho como animal herido y entonces el aullido como siempre.

El fragmento.

Abro la mano. Sólo para desalojarme de escrúpulos y acariciar el precipicio de mi ser. La mano se abre a esos signos y amanece sobre mi locura. Repatríame, antes de que todo sea renacimiento y cuelguen las migajas de mi loba ascendencia.

Todo se vuelve incierto cuando duermo.

Consagración y obediencia.

Alzo la copa contra el sol. Mi corazón se funde y no lo reconozco. Desfila la noche como meretriz en celo sobre mi cuerpo, una y otra vez. Una sensual inspiración se desliza por mis piernas, vientre adentro. Giro la copa, y bebo sólo por el placer de reencontrarme. Gimo, descontrolada, mientras el caos se contrae y todo el ciclo se renueva.

Hoy no tengo prisa, me inquieta la quietud de mi océano y ya se aproxima el instante de emprender el viaje hacia el profundo despertar de mi linaje. Las horas sepulcrales se aproximan a mi barca. Me inquiero en el abecedario no descifrado, en la señal que no fue, en la prolongación de mi otra vida que retorna.

Me llamo, aferrada a mi reflejo.

Percibo, lejos, un gemido en el vientre.

Esterilidad

Me cubre la tinta ancestral y no es la certeza rescatada del caos. Es, la melodiosa canción que traje, desde la noche de ayer. La palabra imagen y el diccionario indómito que salve, navegándome en noches eternas. Sumergida en el roció indómito de mi aliento. Un vestigio de mi reflejo yace vagabundo, atrapado en el mismo espejo que me quebró la nostalgia. Y enciendo hogueras a la diosa madre que me acoge. Vuelvo al bosque patria de mi cimiente y descanso sobre el montículo de noche despoblada que un día me vió nacer.

Existo en la noche con su negrura de abismo sin fin. Me adormece la multitud del amanecer con el alma en aborto perpetuo.

Las iglesias me bautizaran en la pila clandestina. Y vendrán a proclamar mi venida las sombras que cubrirán el destino de los caminos. Se abrirán las puertas hacia el infinito y volveré, como siempre, a reír sobre el ombligo del mundo.

Después, dejaré caer mi hocico, sobre el pasillo húmedo de la figuración. En comunión con la tarde que se acerca, volverá a brillar en mis ojos la señal de mi loba. Convertiré la luna en selva virgen, perfilando la sinuosa figura de mi reflejo. Un destello rojo sobre las miradas. Un descanso, para la guerrera que soy.

Al acecho.

Describo el acecho como signo evidente de mi animalidad. Deletreo mi nombre sobre el muro blanco de la vida oblicua. La noche me avisa que la cacería ha comenzado. Las trompetas anuncian que debo correr por la planicie de mis pesadillas. La batalla recién comienza, y el sueño se extiende en el espejo que me mira. Nada es lo que era, y todo apenas es una parte de un principio, aún no nacido.

El cazador no vacila. Vacila la presa, y se despide. Abre tus brazos para mi cuchillo: te daré el sueño, no el olvido.

Percibo el susurro de mi loba en el hálito del puñal, en el aro de la tregua herida. La senda de este rondar la calle hace florecer los gritos. Una loba macho me mira monte abajo, mientras el volcán eterno de mi existencia atrapa la víctima anunciada. Tengo un fuego extraño en la mirada. Aún tengo hambre.

Los aullidos atraviesan la quietud del bosque.

Me atraviesa los sentidos el olor a sangre.

Y me lanzo bosque adentro en busca del trofeo prometido.

Escribo un epitafio sobre mi sombra y adivino el eterno retorno que me persigue. Un cúmulo de cicatrices agrieta mi piel curtida de noche. Noches, en que me he desgarrado el alma en mil tormentos. Allí, siguen las heridas abiertas como testigos de la batalla, la batalla que nunca termina. Y entonces, todo vuelve a florecer en gloriosos instantes de placer, donde dibujo el encuentro con la vida que perdí. El otro lado del reflejo. La palabra que se hizo inmortal. He renacido entre las antiguas cicatrices. A veces, se me da por pensar y creer que sólo fui, un sueño pasajero, pero este aullido atrapado en la garganta, me recuerda la loba que me habito. Hoy miro desde el balcón de la esperanza el desconsuelo de la victoriosa entrega. Todo por un verso y ganarle la batalla a este odioso juego con el infinito.

La loba vive.

Canta, sufrida; esperándome en alguna esquina del ensueño. Yace cansada en algún pálpito de memoria. Espera ser nacida, renacida, como siempre en el altar de las pesadillas.

Encuentro el rastro hacia el confín de mi alma. Una demoníaca lujuria descansa sobre mis hombros y aún así regreso a dibujar sueños, sin forma, sólo por soñar, sólo por crear. Aulló burla.

El torso desnudo con los pechos libres y un dolor sin consuelo colgando de mi herida abierta.

Hoy dejaré que la pasión traicione a la razón.

La brisa de la mañana me despierta desnuda sobre la imagen que perdí, una noche de tantas. Un lecho cansado de esperar, dibuja el contorno de mi cuerpo a la distancia, como perdido entre lunas, junto al viento.

Espíritu Ancestral

Déjame caminar la calle despierta. Que el azul cielo ilumine mi pensamiento. Alma de mi alma. Bruta bestia de mis ruegos, deja que ascienda hacia la tierra.

El árbol verde, verde que te quiero verde, me espera florecido. Una estatua me sonríe traviesa en este día que me aplaca. Lejos aúllan las sombras proclamando mi destierro. Sé que mi loba herida, descansa y llora sin mí. Desvalida, lame sus heridas y se abandona al sueño, mientras espera mi llamado, mi posesión, mi creencia. En honor a ella entono un gemido callado que deja pendiente el pacto de sangre. Cae la noche y duermo junto a mi espíritu. Los pantanos de la muerte, permanecen sollozantes, callados, infértiles. Mientras yo caigo sobre el día que me aniquila lento. Me duele la loba en el vientre. Añoro el parto doloroso, el hijo sangrante y la muerte lenta, ebria sin mañana. Mis dedos recorren esta inmensidad sin estrellas y sólo el dolor atrapa mis caricias. Estoy que me existo.

Sin el aroma de las sombras mi verso no despierta vigoroso. Un verbo inofensivo y programado se adueña de mi inspiración. Se me escapa el fermento amargo de la divina ensoñación que fue sólo mía. Tuve las llaves de la eternidad. Pero me acalló el miedo. Loba, mi reina loba, aún aóllo a media tarde, en secreto, como pecando.

Hablo con mi espejo. Y el reflejo me sonríe. Sólo poesía.

Ángel caído

A la luz de una vela elíptica la madrugada se enciende. Dos cirios benditos. Vino oscuro, otra vez el brindis. La noche sigue fría. A través del sueño me cantan las pesadillas compañeras de creación. Sin querer me tomo un café, largo... largo, y escribo para no morirme tanto, para tanto no morirme. Aúllo.

Esta música ya no me pertenece. Esta voz me vino casi por supervivencia. Esta voz no es la mía. Las palabras no tienen sabor, ni color, ni vida. Sólo aparento el rito y me quedo con hambre, como animal sin presa. Encontré el camino y perdí el destino. No hay retorno, dice mi loba.

Mi piel se encabrita en esta distancia. Duele tener los huesos afuera y la piel adentro. Ya no sangra el verbo de mi verbo.

Te pienso, loba, como la mano que me ayudó a sostener la noche. Sé que eres tan nocturna como un crepúsculo de hora incierta, y aunque sonríe desafiando al sol, el búho que te habita sólo puede elevar vuelo al anochecer. No existe sabiduría sin crepúsculo.

¿Dónde peregrinarán las lobas sin noche?

Yo también busco un refugio, un abrazo. El crepuscular pelaje perdido.

Tengo sed.

El éxodo ha comenzado.

Soy, en este cuarto propio, voz y silencio. Voz que es alarido

Y el alma se vuelve misterio. El bosque renace como único hogar reconocido. Afuera no tengo patria y me duele la vida. La furia se desboca, voy viva muriéndome, es asunto de honor esta batalla y me envuelve la hoguera del pecado. Juegan conmigo los rostros inversos de mis congéneres, y aunque me mientan sus sonrisas, yo sé que por dentro las lobas hermanas, me lloran.

Y fue un adiós repentino. Me salvé de golpe.

Traición es la palabra que define la acción.

Creo en lo profético de mi palabra noche. En el caos perfecto de la subconsciencia. En el ir y venir con la razón despierta. Soy un animal herido que gemirá por los siglos de los siglos.

Y me haré un altar secreto, un oásis noctámbulo para calmar mi sed.

Inocente renazco del crimen.

Soy esclava de este sino glorioso. Un séquito de fantasmas me hace esclava del silencio y la perturbación.

Es mi reflejo repetido que trasciende la dimensión oblicua de mi ojo palomero.

Es otro bosque. Y hasta el aullido nace peregrino.

Escritos polvorientos deliberan el futuro de la manada que me sigue. Las lobas están despertando. Yo pienso en la libertad y me quedo mansa entre los brazos de la niña que murió en el parto.

Reclinada sobre el tálamo impasible respiro con mis comprensiones e invento tramas con las evocaciones de mi loba agreste.

La que no tiene pelos en la lengua. Oscurecida y atolondrada. Fuego en carne viva. Una daga recta me despierta impedida de marchar contra el destino.

Enardece éste pecho prisionero, entre imaginaciones aladas que atraviesan mi razón fosilizada. Me antoja volver a la serena ronda de mi niña. Resuelvo que las murallas vuelvan a tener alas.

La cazadora renacida de mi sangre intuye la otra historia que camina a tientas por el margen. Mi muñeca suicida reconstruye el pacto no cumplido. Afuera de mi llanto la ciudad se llueve de parábolas a medio terminar. En el nombre del Padre, como si fuera hombre el origen del verbo. Un silencio perturbador me atraviesa la espalda. Muero renacida.

He visto el rostro de la noche. Sucumbí al embrujo del reflejo narciso. Alábenme hijas del destierro. Lobas de día con piel de noche. Ha llegado la hora de reagrupar la manada sobre el caos y el olvido. Traigan la memoria en sus aullidos.

He escuchado la risa del infortunio. He visto ídolos de barro hacerse polvo entre mis fauces. He visto mi reflejo sobre la luna. He visto la ciudad de la diosa. He sido profeta sobre colinas blancas y colinas negras.

He visitado el reino de la inmortalidad. He dicho que mi muerte es mi único consuelo. Mátenme, he dicho, y no me han obedecido.

Ahora espero el juicio final, entre el tumulto del mundo. Sólo aullarán por mí, las sombras como testigos insignes de mis desvaríos.

Ultima estación. El infinito. El Ser a medio Ser. El poema a medio parir.

Algún día extraño, un designio inquisidor, tocará a mi puerta. No podré evitar que la poesía me cobre la deuda. Nacerán versos como mala hierba.

Será la hora de regresar al tabernáculo y poner rumbo sobre el líquido elemento del pecado. Después de todo, la filosofía no resiste la mirada del indestructible principio. Soy inmortal.

No puedo abandonar esta piel. Desoír el aullido milenario de la manada que me llama. Me atrapa el nauseabundo rastro de mi propio linaje. La ebria amanecida de mi hembra en celo. No puedo encarcelar mis instintos. Deambulo infinita por las calles mendigas de mi inconsciente

Insobornablemente loca

Insoportablemente cuerda

Indecente... como la buena vida.

domingo, 14 de agosto de 2011

Nadie nace mujer (1981)
Monique Wittig


El enfoque feminista/materialista de la opresión de las mujeres, acaba con la idea que las mujeres son un 'grupo natural': 'un grupo racial de un tipo especial, un grupo concebido como natural, percibidos como un grupo de hombres materialmente específicos en sus cuerpos'. Lo que el análisis consigue al nivel de las ideas, la practica torna actual en el nivel de los hechos: por su propia existencia, la sociedad lesbiana destruye el hecho artificial (social) que apunta las mujeres como 'un grupo natural'. Una sociedad lesbiana revela que la división en relación a los hombres, de los cuales las mujeres han sido un objeto, es política y muestra que hemos sido ideológicamente reconstituidas como un 'grupo natural'. En el caso de las mujeres, la ideología llega lejos ya que nuestros cuerpos, así como nuestras mentes, son el producto de esta manipulación. En nuestras mentes y en nuestros cuerpos, somos llevadas a corresponder, característica a característica, a la idea de naturaleza que ha sido establecida para nosotras; tan pervertida que nuestro cuerpo deformado es lo que ellos llaman 'natural', lo que supuestamente existía antes de la opresión; tan distorsionada que a fin de cuentas la opresión parece ser una consecuencia de esta 'naturaleza', dentro de nosotras mismas (una naturaleza que es solamente una idea). Lo que un análisis materialista hace con base en el razonamiento, una sociedad lesbiana cumple prácticamente: no sólo no hay un grupo natural llamado 'mujer' (nosotras lesbianas somos la prueba de eso), pero, como individuas, también cuestionamos 'mujer' que, para nosotras—como para Simone de Beauvoir—es sólo un mito. Ella afirmó: 'Una no nace, pero se hace una mujer. No hay ningún destino biológico, psicológico o económico que determine el papel que las mujeres representan en la sociedad: es la civilización como un todo la que produce esta creatura intermedia entre macho y eunuco, que es descrita como femenina'.
Sin embargo, la mayoría de las feministas y feministas-lesbianas en América y otras partes, aún consideran que la base de la opresión de las mujeres es biológica e histórica. Algunas de ellas pretenden encontrar sus raíces en Simone de Beauvoir. La creencia en el matriarcado y en una 'prehistoria' cuando las mujeres crearon la civilización (a causa de una predisposición biológica), mientras los hombres toscos y brutales hombres cazaban, es simétrica a la interpretación biológica de la historia hecha, hasta hoy, por la clase de los hombres. Es aún el mismo método de buscar en los hombres y las mujeres una explicación biológica para su división, excluyendo los hechos sociales. Para mí, esto no podría constituir nunca un análisis lésbico de la opresión de las mujeres porque se supone que la base de nuestra sociedad o de su inicio, está en la heterosexualidad. El matriarcado no es menos heterosexual que el patriarcado: sólo el sexo del opresor muda. Además, no solamente esta concepción es aún presa de las categorías del sexo (hombre/mujer), sino que se aferra a la idea de que la capacidad de dar a luz (o sea, la biología) es lo que define a una mujer. No obstante que los hechos prácticos y los modos de vida contradigan esta teoría en la sociedad lesbiana, hay lesbianas que dicen que 'las mujeres y los hombres son especies distintas o razas: los hombres son biológicamente inferiores a las mujeres; la violencia de los hombres es una inevitabilidad biológica'. Al hacer esto, al admitir que hay una división 'natural' entre mujeres y hombres, naturalizamos la historia, asumimos que 'hombres' y 'mujeres' siempre han existido y siempre existirán. No sólo naturalizamos la historia sino también, en consecuencia, naturalizamos el fenómeno social que expresa nuestra opresión, haciendo el cambio imposible. Por ejemplo, no se considera el embarazo como una producción forzada, sino como un proceso 'natural', 'biológico', olvidando que en nuestras sociedades la natalidad es planeada (demografía), olvidando que nosotras mismas somos programadas para producir progenie, mientras es la única actividad social, "con la excepción de la guerra", que implica tanto peligro de muerte. Así, mientras seamos "incapaces de abandonar, por voluntad o impulso, un compromiso de toda la vida y de siglos, de producir niñas como el acto creativo femenino', ganar el control sobre esa producción significará mucho más que el simple control de los medios materiales de ella: las mujeres tendrán que abstraerse de la definición 'mujer' que les es impuesta.
Una visión materialista muestra que lo que nosotras consideramos la causa y origen de la opresión, es solamente un mito impuesto por el opresor: el 'mito de la mujer' y sus manifestaciones y los efectos materiales en la conciencia apropiada y el apropiado cuerpo de las mujeres; asimismo, ese mito no antecede a la opresión: Colette Guillaumin ha demostrado que antes de la realidad socio-económica de la esclavitud negra, el concepto de la raza no existía, o por lo menos, no tenía su significado moderno, pues estaba aplicado a la linaje de las familias. Sin embargo, hoy, la raza, tal como el sexo, es entendido como un "hecho inmediato", "sensible" , "características físicas" que pertenecen a una orden natural. Pero, lo que nosotras creemos que es una percepción directa y física, no es más que una construcción sofisticada y mítica, una 'formación imaginaria' que reinterpreta trazos físicos (en sí mismos tan neutrales como cualesquiera otros, pero marcados por el sistema social) por medio de la red de relaciones en las cuales ellas son vistas. (Ellas son miradas como negras, por eso son negras; ellas son miradas como mujeres, por eso son mujeres. Pero, antes de que sean vistas de esa manera, ellas tuvieron que ser hechas así). Las lesbianas deben recordar y admitir siempre cómo ser 'mujer' era tan 'innatural', totalmente opresivo y destructivo para nosotras en los viejos tiempos antes del movimiento de liberación de las mujeres. Era una constricción política y aquellas que le resistían eran acusadas de no ser mujeres 'verdaderas'. Pero entonces quedábamos orgullosas de eso, porque en la acusación estaba ya algo como una sombra de triunfo: el consentimiento, por el opresor, de que 'mujer' no era un concepto tan simple (para ser una, era necesario ser una 'verdadera'). Al mismo tiempo, éramos acusadas de querer ser hombres. Hoy, esta doble acusación ha sido retomada con entusiasmo en el contexto del movimiento de liberación de las mujeres, por algunas feministas y también, por desgracia, por algunas lesbianas cuyo objetivo político parece ser volverse cada vez más 'femeninas'. Pero rehusar ser una mujer, sin embargo, no significa tener que ser un hombre. Además, si tomamos como ejemplo el perfecto 'butch' (híper masculino) —el ejemplo clásico que provoca más horror—a quien Proust llamó una mujer/hombre, ¿,en qué difiere su enajenación de alguien que quiere volverse mujer? Son gemelos siameses. Por lo menos, para una mujer, querer ser un hombre significa que escapó a su programación inicial. Pero, aún si ella, con todas sus fuerzas, se esfuerza por lograrlo, no puede ser un hombre, porque eso le exigiría tener, no sólo una apariencia externa de hombre, sino también una conciencia de hombre, o sea, la conciencia de una que dispone, por derecho, de dos—si no más—esclavos 'naturales' durante su tiempo de vida. Esto es imposible, y una característica de la opresión de las lesbianas consiste, precisamente, en colocar a las mujeres por fuera de nuestro alcance, ya que las mujeres pertenecen a los hombres.
Así, una lesbiana tiene que ser cualquier otra cosa, una no-mujer, un no-hombre, un producto de la sociedad y no de la naturaleza, porque no hay naturaleza en la sociedad.
El recurso en convertirse (o mantenerse) heterosexual siempre significó rechazar convertirse en un hombre o una mujer, conscientemente o no. Para una lesbiana esto va más lejos que el recurso del papel 'mujer'. Es el recurso del poder económico, ideológico y político de un hombre. Esto, nosotras lesbianas, y también no-lesbianas, ya sabíamos antes del inicio de los movimientos feministas y lésbicos. Sin embargo, como hace notar Andrea Dworkin, muchas lesbianas recientemente 'intentaron transformar la propia ideología que nos esclavizó en una en una celebración dinámica, religiosa, psicológicamente coercitiva del potencial biológico femenino'. Así mismo, algunas avenidas de los movimientos feminista y lésbico conducen de nuevo al mito de la mujer creada por el hombre, especialmente para nosotras, y con él nos ahondamos otra vez en un grupo natural. Después de que hemos tomado posición por una sociedad sin sexos, ahora nos encontramos presas en el familiar callejón sin salida de 'ser mujer es maravilloso'. Simone de Beauvoir subrayó particularmente la conciencia falsa que consiste en seleccionar entre las características del mito (que las mujeres son distintas de los hombres) aquellas que se parecen bien y usando-las como definición para mujer. Lo que el concepto 'mujer es maravilloso' cumple es instituir, para definir mujer, las mejores características (mejores de acuerdo con quien?) que la opresión nos garantizó, y no cuestiona radicalmente las categorías 'hombre' y 'mujer', que son categorías políticas y no hechos naturales. Esto nos pone en la posición de luchar dentro de la clase 'mujeres', no como hacen las otras clases, por la disparicion de nuestra clase, pero para defender las 'mujeres' y su fortalecimiento. Nos conduce a desarrollar con complacencia 'nuevas' teorías sobre nuestra especificidad: así, llamamos a nuestra pasividad 'no-violencia', cuando nuestra lucha más importante y emergente es combatir nuestra pasividad (nuestro miedo, justificado). La ambigüedad de la palabra 'feminista' resume toda la situación. Que significa 'feminista'? Feminismo es formada por las palabras 'hembra', 'mujer', y significa: alguien que lucha por las mujeres. Para muchas de nosotras, significa una que lucha por las mujeres y su defensa—por el mito, por tanto, y su fortalecimiento. Pero porque ha sido escogida la palabra 'feminista' si es tan ambigua? Elegimos llamarnos feministas hace diez años, no para apoyar o fortalecer el mito de lo que es ser mujer, no para identificarnos con la definición del opresor de nosotras, pero para afirmar que nuestro movimiento contaba con una historia y para subrayar el lazo político con el viejo movimiento feminista.
Así, es este movimiento que podemos poner en cuestión por el significado que ha dado al feminismo. Ocurre que el feminismo del siglo pasado no fue capaz de solucionar sus contradicciones en los temas de naturaleza/cultura, mujer/sociedad. Las mujeres empezaron a luchar por sí mismas como un grupo y consideraron acertadamente que compartían trazos comunes como resultado de la opresión. Pero, para ellas, estos trazos eran más naturales y biológicos que sociales. Ellas fueron tan lejos como adoptar la teoría darwinista de la evolución. Sin embargo, no creían, como Darwin, 'que las mujeres eran menos desarrolladas que los hombres, pero creían, sí, que la naturaleza tanto del macho como de la hembra habían divergido en el curso del proceso evolutivo y que la sociedad en general reflejaba esta polarización'. 'El fracaso de las primeras feministas fue que solamente atacaron la idea Darwinista de la inferioridad de la mujer, pero aceptaron los fundamentos de esta idea- o sea, la visión de la mujer como 'única'. Y, finalmente, fueron las mujeres estudiantes—y no las feministas—que acabaron con esta teoría. Pero las primeras feministas fracasaron en no mirar hacia la historia como un proceso dinámico que se desarrolla en base a conflictos de intereses. Más, ellas aún creían, como los hombres, que la causa (origen) de su opresión quedaba dentro de sí mismas. Y, por eso, después de algunos triunfos increíbles, las feministas se encontraron frente a un impasse, sin aparentes razones para luchar. Ellas sustentaban el principio ideológico de la 'equalidad en la diferencia', una idea que hoy está renaciendo. Ellas cayeron en la trampa que hoy nos amenaza otra vez: el mito de mujer.
Así, es nuestra tarea histórica, y solo nuestra, definir en términos materialistas lo que es opresión, para hacer evidente que las mujeres son una clase, lo que significa que las categorías 'hombre' y 'mujer' son categorías políticas y económicas y no eternas. Nuestra lucha intenta hacer desaparecer hombres como clase, no con un genocidio, pero con la lucha política. Cuando la clase 'hombres' desaparece, 'mujeres' como clase desaparecerán también, porque no hay esclavos sin señores. Nuestra primera tarea, al parecer, es siempre desasociar por completo 'mujeres' (la clase dentro de la cual luchamos) y 'mujer', el mito. Porque 'mujer' no existe para nosotras: es solo una formación imaginaria, mientras 'mujeres' es producto de una relación social. Hemos sentido esto fuertemente cuando, en todas partes, nos rechazamos ser llamadas 'movimiento de liberación de la mujer'. Más aún, tenemos que destruir el mito dentro y fuera de nosotras. 'Mujer' no es cada una de nosotras, sino la formación política e ideológica que niega 'mujeres' (el producto de una relación de exploración). 'Mujer' existe para confundir-nos, para ocultar la realidad 'mujeres'. Para que seamos consientes de sernos una clase, y para no convertirnos en una clase, tenemos primero que matar el mito de 'mujer', incluyendo a sus rasgos más seductores (pienso en Virginia Wolf cuando ella dice que la primera tarea de una mujer escritora es 'matar al ángel en la casa'). Pero, para que seamos una clase, no tenemos que aniquilar nuestra individualidad y, como ningún individuo puede ser reducido a su opresión, somos también confrontadas con la necesidad histórica de constituirnos a nosotras mismas como el sujeto individual de nuestra historia también. Creo que esta es la razón porque todas estas tentativas de dar 'nuevas' definiciones a la mujer, están floreciendo ahora. Lo que está en juego (y, claro, no sólo para las mujeres) es una definición individual, así como una definición de clase. Porque, cuando una admite la opresión, necesita saber y experimentar el hecho de que una puede ser su proprio sujeto (en contrapartida a un objeto de la opresión), que una puede convertirse en alguien. No obstante la opresión, que una tiene una identidad propia. No hay lucha posible para alguien privado de una identidad; carece de una motivación interna para luchar, porque, no obstante yo solo puedo luchar solamente con otros, lucho sobre todo por mí misma.
La cuestión del sujeto individual es históricamente una cuestión difícil para todos. El marxismo, último avatar del materialismo, la ciencia que nos formó políticamente, no quiere oír nada sobre el 'sujeto'. El marxismo rechazó el sujeto transcendental, el sujeto como constitutivo del conocimiento, la 'pura' consciencia. Todo ser que piensa por sí mismo, previa a cualquier experiencia, acabó en la basura de la historia, porque pretendía existir por encima de la materia, antes de la materia, y necesitaba Dios, espíritu, o alma para existir de esa manera. Esto es lo que se llama 'idealismo'. En cuanto a los individuos, ellos son sólo el producto de relaciones sociales y, por eso, su conciencia solamente puede ser 'enajenada'. (Marx, en La Ideología Alemana, dice, precisamente, que los individuos de la clase dominante también son enajenados, siendo ellos mismos los productores directos de las ideas que enajenan las clases oprimidas por ellos. Pero, como sacan obvias ventajas de su propia enajenación, ellos pueden soportarla sin mucho sufrimiento.) La consciencia de clase existe, pero es una conciencia que no se refiere a un sujeto particular, excepto mientras que participa en condiciones generales de explotación, al mismo tiempo que los otros sujetos de su clase, todos compartiendo la misma consciencia. En cuanto a los problemas prácticos de clase—fuera de los problemas de clase tradicionalmente definidos— que uno/a puede encontrar (por ejemplo, problemas sexuales), ellos fueron considerados problemas 'burgueses' que desaparecerían al triunfo final de la lucha de clases. 'Individualista', 'subjetivista', 'pequeño burgués', estos fueron las etiquetas aplicadas a cualquier persona que expresara problemas que no pudieran reducirse a la 'lucha de clases' misma.
Así, el marxismo ha negado a los integrantes de las clases oprimidas el atributo de sujetos. Al hacer esto, el marxismo, por causa del poder político y ideológico que esta 'ciencia revolucionaria' ejercía sin mediaciones sobre el movimiento obrero y todos los otros grupos políticos, ha impedido todas las categorías de personas oprimidas se constituyen históricamente como sujetos (sujetos de su lucha, por ejemplo). Esto significa que las 'masas' no luchaban por ellas mismas sino por el partido o sus organizaciones. Y cuando una transformación económica ocurrió (fin de la propiedad privada, constitución del estado socialista), ningún cambio revolucionario tuvo lugar en la nueva sociedad, porque las personas mismas, no habían cambiado.
Para las mujeres, el marxismo tuvo dos resultados. Les hizo imposible tener la conciencia de que eran una clase y por lo tanto de constituirse como una clase por mucho tiempo, abandonando a relación 'mujer/hombre' fuera del orden social, haciendo de ella una relación natural, sin duda, para los marxistas, la única relación vista de ésta manera, junto con la relación entre mujeres e hijos, y finalmente ocultando el conflicto de clase entre hombre y mujer detrás de una división natural del trabajo (La Ideología Alemana). Esto concierne al nivel teórico (ideológico). En el nivel práctico, Lenin, el partido, todos los partidos comunistas hasta hoy, incluyendo a todos los grupos políticos más radicales, ha reaccionado siempre contra cualquier tentativa de las mujeres para reflejar y formar grupos basados en su propio problema de clase, con acusaciones de divisionismo. Al unirse, nosotras las mujeres, dividimos la fuerza del pueblo. Esto significa que, para los marxistas, las mujeres pertenecen ya sea a la clase burguesa o a la clase obrera, o en otras palabras, a los hombres de esas clases. Más aun, la teoría marxista no concibe a las mujeres, como a otras clases de personas oprimidas, que se constituyan en sujetos históricos, porque el marxismo no toma en cuenta que una clase también consiste en individuos, uno por uno. La conciencia de clase no es suficiente. Tenemos que intentar entender filosóficamente (políticamente) estos conceptos de 'sujeto' y 'conciencia de clase' y cómo funcionan en relación con nuestra historia. Cuando descubrimos que las mujeres son objetos de opresión y apropiación, en el momento exacto en que nos volvemos capaces de reconocer esto, nos convertirnos en sujetos en el sentido de sujetos cognitivos, por medio de una operación de abstracción. La conciencia de la opresión no es sólo una reacción a (luchar contra) de la opresión. Es también toda la revaluación conceptual del mundo social, su total reorganización con nuevos conceptos, desde el punto de vista de la opresión. Es lo que yo llamaría la ciencia de la opresión creada por los oprimidos. Esta operación de entender la realidad tiene que ser emprendida por cada una de nosotras: llamémosla una práctica subjetiva y cognitiva. El movimiento para adelante y para atrás entre los niveles de la realidad (la realidad conceptual y la realidad material de la opresión, ambas realidades sociales) se consigue por medio del lenguaje.
Somos nosotras que históricamente tenemos que realizar esa tarea de definir el sujeto individual en términos materialistas. Seguramente esto parece una imposibilidad, porque el materialismo y la subjetividad siempre han sido recíprocamente excluyentes. Sin embargo, y en lugar de perder la esperanza de llegar a entender alguna vez, tenemos que reconocer la necesidad de alcanzar la subjetividad en el abandono por muchas de nosotras del mito de 'la mujer' (que es sólo una trampa que nos detiene). Esta real necesidad de cada una de existir como individuo, y también como miembro de una clase, es tal vez la primera condición para que se consume una revolución, sin la cual no hay lucha real o transformación. Pero el opuesto también es verdad también; sin clase y conciencia de clase no hay verdaderos sujetos, solamente individuos enajenados. Para las mujeres, responder a la cuestión del sujeto individual en términos materialistas consiste, en primer lugar, en mostrar, como lo hicieron las feministas y las lesbianas, que los problemas supuestamente 'subjetivos', 'individuales' y 'privados' son, de hecho, problemas sociales, problemas de clase; que la sexualidad no es, para las mujeres, una expresión individual y subjetiva, sino una institución social de violencia. Pero una vez que hayamos mostrado que todos nuestros problemas supuestamente personales son, de hecho, problemas de clase, aún nos quedará responder al asunto de toda mujer singular singular—no del mito, sino de cada una de nosotras. En este punto, digamos que una nueva y subjetiva definición para toda la humanidad, puede ser encontrada mas allá de las categorías de sexo (mujer y hombre) y que el surgimiento de sujetos individuales exige arruinar primero las categorías de sexo, eliminando su uso, y rechazando todas las ciencias que aún las utilizan como sus fundamentos (prácticamente todas las ciencias).
Destruir 'mujer' no significa que nuestro propósito consiste, si no en la destrucción física, arruinar el lesbianismo simultáneamente con las categorías de sexo, pues el lesbianismo ofrece, de momento, la única forma social en la cual podemos vivir libremente. Lesbiano es el único concepto que conozco que está más allá de las categorías de sexo (mujer y hombre), pues el sujeto designado (lesbiano) nos es una mujer, ni económicamente, ni políticamente, ni políticamente, ni ideológicamente. Pues lo que hace una mujer es una relación social específica con un hombre, una relación que hemos llamado servidumbre, una relación que implica una obligación personal y física y también económica ('residencia forzosa', trabajos domésticos, deberes conyugales, producción ilimitada de hijos, etc.), una relación a la cual las lesbianas escapan cuando rechazan volverse o seguir siendo heterosexuales. Somos prófugas de nuestra clase, de la misma manera en que los esclavos americanos fugitivos lo eran cuando se escapaban de la esclavitud y se liberaban. Para nosotros esta es una necesidad absoluta; nuestra supervivencia exige que contribuyamos con toda nuestra fuerza para destruir clase de las mujeres en la cual los hombres se apropian de las mujeres. Esto puede ser alcanzado sólo por la destrucción de la heterosexualidad como un sistema social basado en la opresión de las mujeres por los hombres y que produce la doctrina de la diferencia entre los sexos para justificar esta opresión.


I N T E L E C T U A L E S Paul Johnson Capítulo 2


SHELLEY O LA CRUELDAD DE LAS IDEAS
El 25 de junio de 1811 un joven de diecinueve años, heredero de una baronía inglesa, escribió a una joven maestra de Sussex: “No soy un aristócrata ni ningún crata en absoluto, pero anhelo con vehemencia que llegue el momento en que el hombre pueda atreverse a vivir de acuerdo con la Naturaleza y la Razón, por ende con la Virtud. La doctrina era Rousseau puro, pero el escritor, el poeta Percy Bysshe Shelley, iba a ir mucho más allá de Rousseau en cuanto a sentar el derecho a guiar a la humanidad que poseen los intelectuales. Tal como Rousseau, Shelley creía que la sociedad estaba totalmente podrida y que el hombre esclarecido tenía el derecho y el deber moral de reconstruirla según principio primigenios con su propio intelecto y sin otra ayuda. Pero también argumentó que los intelectuales, en especial los poetas, a quienes veía como líderes de la comunidad intelectual, ocupaban una posición de privilegio en este proceso. En realidad “los poetas son los legisladores ignorados del mundo”.
Shelley lanzó este reto a favor de sus pares intelectuales en 1821 en un ensayo de diez mil palabras, Defensa de la poesía, que se convirtió en la afirmación del objetivo social de la literatura más influyente desde la antigüedad. La poesía argumentaba Shelley, es algo más que un despliegue de destreza verbal o un mero entretenimiento. Tiene un objetivo más serio que cualquier otra clase de escritura.
Es profecía, ley y conocimiento. El progreso social se logra sólo cuando lo impulsa una sensibilidad ética. Las iglesias debieron haberlo conseguido, pero es obvio que no lo consiguieron. La ciencia no puede proporcionarlo. Tampoco el racionalismo puede ofrecer un objetivo moral por sí solo. Cuando la ciencia y el racionalismo se disfrazan de ética producen desastres morales como el Terror Revolucionario francés y la dictadura napoleónica. Sólo la poesía puede llenar el vació moral y dar una verdadera fuerza creativa al progreso. La poesía “despierta y amplia la mente misma la convertirla en el receptáculo de mil combinaciones de pensamiento que no había percibido antes. La poesía levanta el velo que cubre la belleza escondida del mundo”. “El gran secreto de la conducta moral es el amor; o una salida de nuestra propia naturaleza y una identificación de nosotros mismos con lo bello que existe en el pensamiento, la acción o la persona, y que no es nuestro. “Lucha contra el egoísmo y el cálculo material. Estimula el espíritu comunitario. “Un hombre, para ser inmensamente bueno, debe imaginar con intensidad y amplitud; debe ponerse en lugar de otro y de muchos otros; debe hacer suyos los dolores y los placeres de su especie. El gran instrumento del bien moral es la imaginación; y la poesía atiende el efecto actuando sobre la causa.” El logro de la poesía es impulsar el progreso moral de la civilización: de hecho la poesía, con su servidora la imaginación y su ambiente natural la libertad, constituyen el trípode sobre el que se apoyan la civilización y la ética. La poesía imaginativa es necesaria para reconstruir la sociedad por entero: “Necesitamos la facultad creadora para imagina aquello que conocemos; necesitamos el impulso generoso de llevar a la práctica aquello que imaginamos; necesitamos la poesía de la vida”. En verdad Shelley no estaba presentando meramente el derecho del poeta a regir; presentaba, por primera vez, una crítica fundamental del materialismo que iba a convertirse en el rasgo central de la sociedad decimonónica. “la Poesía, y el principio del Yo del que el dinero es la encarnación visible, son el dio y la idolatría del dinero del mundo”
En su poesía, Shelley practico por cierto lo que predicaba. Fue un gran poeta y su poesía puede ser comprendida y gozada en muchos niveles. Pero en el nivel más profundo, el que el propio Shelley se proponía, es esencialmente moral y política. Shelley es el más profundamente volitado de los poetas ingleses; todos sus poemas extensos y muchos de los más breves encierran algún tipo de llamada a la acción social, un mensaje público. El más extenso, La rebelión del Islam (casi 5000 versos), se refiere a la opresión, la rebelión y la libertad. Un himno a la belleza intelectual, por la que él entendía el espíritu del bien encarnando la libertad y la igualdad de todos los seres humanos, celebra su triunfo sobre el mal institucionalizado. Prometeo liberado tiene como tema la revolución triunfante y a la figura mítica que para Shelley (como para Marx y otros) simboliza al intelectual que guía a la humanidad hacia la utopía en la tierra. Los Cenci repiten el tema de la rebelión contra la tiranía, lo mismo que Swellfoot el tirano, un ataque contra Jorge IV, y La máscara de la anarquía un ataque contra sus ministros. En “Ozimandias”, un simple soneto, si bien poderosos, celebra la Némesis de la autocracia.
En el poema lírico “Líneas desde las Colinas Eugenias” pasa revista a los ciclos de tiranía que rodena al mundo e invita al lector a unírsele en su virtuosa utopía. En la “Oda al viento del oeste” suplica a los lectores que difundan su mensaje político, que “lleven sus pensamientos muertos por todo el universo” para así “provocar un nuevo nacimiento”, “¡desparramad mis palabras entre los hombres!” “A una alondra” reitera la misma actitud con referencia a la dificultad que tiene el poeta para hacerse oír y transmitir su mensaje. La poca difusión que tuvo su obra desilusionó a Shelley, que se desesperaba por lograr que sus doctrinas políticas y morales tuvieran entrada en la sociedad. No es casual que dos de sus poemas más apasionados sean súplicas en las que pide que sus palabras se difundan ampliamente y sean tenidas en cuenta. Shelley, en pocas palabras, fue notablemente poco egocéntrico. Pocos poetas han escrito menos para su satisfacción personal.
¿Pero qué pasa con Shelley, el hombre? Hasta hace muy poco, la opinión generalizada era la que propagó Mary Shelley, su segunda mujer y viuda, que el poeta era un espíritu singularmente puro e inocente, nada mundano, sin astucia ni vicio, dedicado a su arte y al prójimo, si bien para nada político; más bien un niño de enorme inteligencia y excesiva sensibilidad. Esta opinión fue reforzada por algunas descripciones contemporáneas de su aspecto físico; delgado, pálido, frágil, dueño de una frescura juvenil hasta bien entrado en los veinte años. El culto de la ropa bohemia que Rousseau había inaugurado persistió hasta la segunda y tercera generación de intelectuales románticos. Byron no sólo se vestía a la moda levantina u oriental cuando así le venía bien, sino que aun con la ropa europea se tomaba ciertas libertades; no usaba corbatas ostentosas, llevaba el cuello de la camisa abierto y hasta se quitaba la chaqueta y se quedaba en mangas de camisa. Poetas más plebeyos, como Kyats, le copiaron este desdén aristocrático por las convenciones incómodas. Shelley también adoptó esta moda, pero le añadió su toque personal: una preferencia por chaquetas y gorras de escolar, a veces demasiado pequeñas para él, pero que convenían especialmente para dar la impresión que deseaba trasmitir, de espontaneidad y frescura adolescente, un poco torpe pero encantadora. Gustaba en particular a las damas, como les gustaba el Byron sin cordones ni botones. Ayudó a erigir una imagen persistente si bien mítica de Shelley, que encontró forma casi marmórea en la difundida descripción que hizo de él Matthew Arnold como “un ángel hermoso pero ineficaz que agitaba sus alas luminosas en vano en el vació”. Esto se encuentra en el ensayo de Arnold sobre Byron, cuya poesía él considera mucho más seria y ponderable que la de Shelley, que tiene el “insanable defecto” de la “insignificancia”. Por el contrario, como persona Shelley era “un espíritu hermoso y encantador” e “inmensamente superior a Byron”.5Es difícil imaginar un juicio más travieso, erróneo en todos sus aspectos, al punto de sugerir que Arnold sabía poco de los dos hombres y no debió de leer la obra de Shelley con atención. Es curioso, sin embargo, que su juicio sobre el carácter de Shelley no difiera mucho del que tenía el propio Byron.
Shelley, escribió Byron, fue “sin excepción el hombre mejor y menos egoísta que jamás haya conocido. Nunca conocí a ninguno que no fuera una bestia si le comparaba con él”. O también: “por lo que sé es el hombre menos egoísta y el más manso: el hombre que más sacrificios ha hecho, de su fortuna y sentimientos, por los demás que cualquier otro que jamás haya conocido”6 Byron hizo estos comentarios cuando aún tenía fresco el recuerdo del trágico fin de Shelley y por ende en disposición de nil nisi bunkum. Además, en su mayor parte el conocimiento que tenía Byron de Shelley se basaba en lo que el mismo Shelley le había contado. De todos modos, Byron era un hombre de mundo, un crítico sagaz y un feroz censor de la hipocresía, y su testimonio de la impresión que Shelley dejó a sus contemporáneos bohemios de mente más amplia tiene peso.
La verdad, sin embargo, es fundamentalmente diferente y para cualquiera que venere a Shelley como poeta (como hago yo), turbadora en sumo grado. Surge de una diversidad de fuentes, y entre las más importantes están las propias cartas de Shelley. Revelan a Shelley como consagrado con sorprendente exclusividad a sus ideales, pero implacable y hasta brutal cuando se trata de deshacerse de alguien que se pone en su camino. Como Rousseau, amaba a la humanidad en general pero a menudo era cruel con los seres humanos en particular. Ardía con un amor violento, pero era una llama abstracta y los pobres mortales que se le acercaban a menudo quedaban chamuscados. Para él las ideas tenían precedencia sobre las personas, y su vida da testimonio de lo crueles que pueden ser las ideas.
Shelley nació el 4 de agosto de 1972 en Field Place, en una gran casa Georgiana cerca de Horsham, en Sussex. No fue, como tantos intelectuales destacados, hijo único. Pero ocupó un lugar que en muchos sentidos es aún más corruptor: el único varón y heredero de una fortuna considerable y de un título, y hermano mayor de cuatro hermanas de dos a nueve años menores que él. Es difícil dar a entender hoy lo que esto significaba a fines del siglo XVIII: para sus padres, y aún más para sus hermanas, era el señor de la creación.
Los Shelley eran una rama joven de una antigua familia y estaban relacionados con el Duque de Norfolk, el gran terrateniente local. Su riqueza, considerable, era reciente y la había hecho el abuelo de Shelley, Sir Bisshe, el primer baronet, que había nacido en Newark, Nueva Jersey, un aventurero del Nuevo Mundo, rudo, duro y enérgico. No cabe duda de que Shelley heredó de él su ímpetu y su crueldad. Su padre Sir Timothy, que asumió el título en 1815, fue por el contrario un hombre manso e inofensivo que durante muchos años llevó una vida intachable y cumplió con todos su deberes como Miembro del Parlamento por Shoreham, mientas pasaba gradualmente de ser un whig moderado a convertirse en un tory también moderado.8
Shelley tuvo una infancia idílica en la mansión rodeado por padres cariñosos y hermanos que le adoraban. Desde temprano evidenció una pasión por la naturaleza y las ciencias naturales, haciendo experimentos con elementos químicos y globos de fuego, que mantuvo toda su vida.
En 1804, cuando tuvo doce años, le enviaron a Eton, donde permaneció seis años. Debió de trabajar mucho, porque adquirió gran fluidez en latín y griego, y un amplio conocimiento de literatura clásica que conservó toda su vida. Siempre fue un lector ávido y rápido tanto de temas serios como e ficción y, después de Coleridge, el poeta más lector de su tiempo. También fue un alumno prodigio. En 1809, cuando tenía dieciséis años, el doctor James Lind, antiguo médico de la realiza, que también dictaba algunas clases en Eton, científico aficionado y radical, le hizo conocer la Justicia policía de William Godwin, el texto clave de la izquierda del momento.9 Lind también se interesaba por la demonología y alentó en Shelley una pasión por el ocultismo y el misterio: no sólo la ficción gótica que entonces estaba de moda y que Jane Austen ridiculizó con tanto brillo en La Abadía de Northanger, sino la actividades en la vida real de los Illuminati y otras sociedades revolucionarias secretas.
Los Illuminati habían sido oficializados en 1776 por Adam Weishaupt en la Universidad Alemana de Ingoldstadt, como guardianes de la Ilustración racionalista. Su finalidad era iluminar al mundo hasta que (como argumentaba él) “Los príncipes y las naciones desaparezcan de la tierra, sin violencia, la raza humana se convierta en una familia y el mundo sea la morada de los hombres razonables”. En cierto sentido Shelley hizo de esto su objetivo permanente, pero absorbió la literatura iluminista junto con la propaganda agresiva emitida por sus enemigos, en particular el tracto ultra del Abbé Barruel, Memoirs Illustrating he History of Jacobinism ( Memorias que ilustran la historia del jacobinismo), publicado en Londres en 1797-98, que ataca no sólo a los Illuminati, sino también a los masones, los rosacruces y los judíos. Este libro repelente fascinó a Shelley durante muchos años y a menudo lo recomendó a sus amigos (Mary, su segunda mujer, lo utilizó cuando escribía Frankenstein en 1818). En la mente de Shelley estaba mezclado con muchas novelas góticas que también leyó entonces y más adelante.
Es así que, desde la adolescencia, el enfoque político de Shelley se vio afectado tanto por su afición hacia las sociedades secretas como por la teoría conspirativa de la historia que predicaban el Abbé y los suyos. Nunca se pudo liberar de ella y le impidió comprender realmente la política británica y los motivos y políticas de hombres como Liverpool y Castlereagh, a quienes vio simplemente como la encarnación del mal.11Casi su primera acto político fue proponer a Leigh Hunt, el escritor radical, la formación de una sociedad secreta de “miembros esclarecidos y sin prejuicios” para resistir “la coalición de los enemigos de la libertad”12 En realidad muchos conocidos de Shelley nunca vieron su acción política como algo más que una broma literaria, una simple proyección del romance gótico en la vida real. En su novela Nightmare Abbey (Abadía de pesadilla), 1818, Thomas Love Peacock satirizó la manía de las sociedades secretas, y retrata a Shelley como Scythrop, quien “ahora se vio afectado por la pasión de reformar al mundo. Construyó muchos castillos en el aire y los pobló con tribunales secretos y bandas de Illuminati, que eran siempre los componentes de su proyectada regeneración de la especie humana”.
Shelley fue culpable en parte de esta opinión frívola de su utopismo. No sólo, según su amigo Thomas Jefferson How, insistía en leer en voz alta “con extasiado entusiasmo” un libro llamado Misterios horribles a cualquiera que estuviese dispuesto a oírle, sino que también escribió dos novelas góticas él mismo, Zastrozzi, publicada durante su último período escolar en Eton, y durante el primer período académico en Oxford, San Irvyne o el Rosacruz, descartad con justicia por Elizabeth Barret Browning como “majadería del alumno de internado”
Fue así como Shelley gozó de fama o notoriedad mientras todavía estaba en la escuela, y fue conocido como “el ateo de Eton”. Es importante tomar nota de esto en vista de las acusaciones de intolerancia que hizo más tarde contra su familia. Su abuelo y su padre, lejos de refrenar su producción juvenil, que incluía por cierto la poesía, la alentaron y financiaron su publicación. Según Helen la hermana de Shelley, el viejo Sir Bysshe pagó la publicación de sus poemas de cuando era alumno en Eton. En septiembre de 1810, justo antes de que fuera a Oxford, de nuevo Sir Bysshe pago la impresión de 1500 volúmenes de Origina Poetry by Víctor and Cazire (poesía original de Víctor y Cazire) de Shelley.14 Cuando Shelley fue a Oxford en el otoño, Timothy, su padre, le llevó a la librería principal, la de Slatter, y les dijo: “Este hijo mío tiene inclinaciones literarias. Ya es un autor y les ruego que se ocupen de imprimir sus caprichos.” En realidad le impulsó a escribir un poema sobre el Partenón para optar a un premio, y le envió material.15 Es obvio que esperaba poder desviar a Shelley de lo que consideraba fuegos de artificio juveniles y encaminarlo hacia la literatura seria. Financiaba la impresión de las obras de su hijo bajo el compromiso explícito de que, si bien podía expresar sus opiniones antirreligiosas entre sus amigos, no las publicaría, ya que de hacerlo arruinaría su carrera universitaria.
Es indudable que Shelley lo aceptó, pues hay una carta que lo atestigua. Luego procedió a faltar a su palabra de la manera más flagrante y amplia. En marzo de 1811, mientras era estudiante de primera año en el Colegio Universitario de Oxford, escribió un panfleto agresivo en el que exponía sus opiniones religiosas. Su argumento no era ni nuevo ni excesivamente injurioso: derivaba directamente de Locke y de Hume, dado que las ideas, escribió Shelley, emanan de los sentidos, y “Dios” no puede emanar de las impresiones de los sentidos, la creencia no es un acto voluntario, y en consecuencia su falta no puede ser un delito criminal. A este deslucido ejemplo de sofística le puso el incitante título de La necesidad del ateísmo, lo que imprimió, lo puso en las librerías de Oxford y envió ejemplares a todos los obispos y a todos los decanos de la Universidad. En pocas palabras, su comportamiento fue una provocación deliberada y las autoridades universitarias reaccionaron tal como era de esperar: lo expulsaron. Timothy Shelley quedó consternado, más aún sobre todo porque había recibido una carta de su hijo en la que le decía que no haría nada de eso. En un hotel de Londres tuvo lugar un encuentro doloroso entre los dos en el que el padre rogó al hijo que dejara de lado esas ideas por lo menos hasta que fuera mayor; el hijo insistió en que para él tenían más valor que la tranquilidad de espíritu de su familia, el padre “reprendió, gritó, juró, y luego volvió a llorar”, mientras Shelley reía a carcajadas, “en un estallido demoníaco”. Esto fue seguido de negociaciones en las que Shelley pedía a su padre una asignación de 200 libras anuales, y la gran sorpresa (en agosto de 1811) de su boda con Harriet Westbrook, de dieciséis años, compañera de colegio de su hermana.
A partir de entonces su relación con la familia quedó destruida. Shelley trató de que primero su madre y luego sus hermanas se pusieran de su lado, pero fracasó. En una carta a un amigo denunció a toda su familia como “un lote de animales fríos, egoístas y calculadores que parecen no tener otro objetivo ni interés en el mundo que el de comer, beber y dormir”.18 La lectura de las cartas que envió a diversos miembros de su familia resulta extraordinaria: a veces astutas e hipócritas en sus intentos de conseguir dinero, otras crueles, violentas y amenazadoras. Las cartas a su padre van de la súplica hipócrita al insulto, mezclados con una suficiencia insufrible. Por ejemplo, el 30 de agosto de 1811 suplica: “No sé de otra persona a quien recurrir con mayor seguridad de éxito cuando estoy en el infortunio que a usted… tiene la bondad de perdonar los errores juveniles.” El 12 de octubre es desdeñoso: “Las instituciones de la sociedad lo convierten en el Jefe de la Familia, aunque está expuesto a dejarse llevar por el prejuicio y la pasión como los demás, y confieso que es casi natural que mentes inferiores valoren hasta los errores de los que emana su importancia.” Tres días más tarde acusa a Timothy del “recurso cobarde, ruin y despreciable de la persecución… Me ha tratado mal, vilmente. Cuando me expulsaron por ateísmo usted habría preferido que me hubiesen matado en España. El deseo de su consumación es muy parecido al crimen: quizá sea una suerte para mí que las leyes de Inglaterra penen el asesinato, y que la cobardía se achique ante su censura. Le veré en la primera oportunidad… si usted no quiere pronunciar mi nombre, lo pronunciaré yo. No crea que soy un insecto que las injurias pueden destruir… si tuviera suficiente dinero le vería en Londres y le gritaría al oído Bysshe, Bysshe, Bysshe…sí, Bysshe hasta dejarle sordo.” Esta no lleva firma.
Con su madre fue aún más feroz. Su hermana Elizabeth se había comprometido con Edgard Fergus Graham, amigo suyo. La madre aprobaba el casamiento, pero Shelley no. El 22 de octubre escribió a su madre acusándola de tener una aventura con Graham y de concertar la boda de Elizabeth para disimularla. No parece que hubiera ninguna base real para esta carta terrible. Pero ese mismo día le escribió a Elizabeh contándole que la había mandado y pidiéndole que se la mostrara a su padre. En cartas a otros amigos se refirió a “la bajeza y corrupción de su madre”. La consecuencia fue que llamaron al abogado de la familia, William Whitton, y le dieron instrucciones para que abriera todas las cartas que Shelley mandara a la familia y se ocupara de ellas. Este era un hombre bondadoso que ansiaba reconciliar al padre con el hijo, pero la arrogancia de Shelley acabó por convencerle de que no se podía hacer nada.
Cuando se quejó de que una carta que Shelley había escrito a su madre “no era correcta” (término suave en la circunstancia) éste le devolvió su propia carta después de garabatear en ella: “La carta de William Whitton ha sido concebida en términos que justifican que el Señor P. Shelley se la devuelva para que la lea fríamente. El señor S. recomienda al señor W. que cuando trata con caballeros (oportunidad que quizá no se le presente a menudo) se abstenga de abrir cartas privadas, o de lo contrario ese descaro tendrá como consecuencia el condigno castigo.” La familia parece que temió la violencia de Shelley. “Si se hubiese quedado en Sussex”, escribió Timothy Shelley a Witton, “habría tenido que contratar un cuerpo de custodia para mi protección. Atemorizó a su madre y hermanas excesivamente y ahora si oyen ladrar a un perro salen corriendo escaleras arriba. Lo único que tiene que decir es que quiere 200 libras anuales”. Tenían además el temor de que Shelley, que ahora llevaba una vida bohemia, de vagabundeo, indujera a una o más de sus hermanas a que se le uniera. En una carta fechada el 13 de diciembre de 1811 intentó que el montero de Field Place le pasara una carta de contrabando a Helen (“recuerde, Allen, que no me olvidaré de usted”) y la misma carta (Helen tenía sólo doce años) es claramente siniestra, lo suficiente como para estremecer a un padre y una madre. También ansiaba atraer a Mary, una hermana aún más joven. Shelley fue pronto miembro del círculo de Godwin y se trató Mary, su emancipada hija, cuya madre era Mary Wollstoncecraft, la dirigente feminista, y con su media hermana Claire Clairmont, más desprejuiciada aún. Durante toda su vida de adulto Shelley quiso rodearse insistentemente de mujeres jóvenes con las que hacía vida en común y eran compartidas, por lo menos en teoría, por cualquier hombre que perteneciera al círculo. Sus hermanas le parecían candidatas naturales para semejante menaje. En particular porque entendía que su deber moral era ayudarlas a escaparse del odioso materialismo de la casa paterna. Tenía un plan para secuestra a Elizabeth y Helen de su internado en Hackeny: envió a Mary y Claire a inspeccionar el lugar. Por fortuna todo quedó en nada. Pero Shelley no se habría detenido ante el incesto. El tema lo fascinaba tanto como a Byron. No fue tan lejos como Byron, que se enamoró de su media hermana, Augusta Leigh; pero Laon y Cythna, el héroe y la heroína de La rebelión del Islam, su largo poema, eran hermano y hermana hasta que los impresores lo objetaron y obligaron a Shelley a hacer algún cambio; también lo fueron Selim y Zuleika en La novia de Abydos de Byron. Shelley, lo mismo que Byron, siempre consideró que estaba exento a perpetuidad de las reglas normales de conducta sexual.
Esto les hizo la vida difícil a las mujeres con las que se trataba. No hay ninguna prueba de que a alguna de ellas, con la posible excepción de Claire Clairmont, le gustara la idea de compartir, o tuviera la menor inclinación hacia la promiscuidad bajo alguna forma. Para disgusto de Shelley, todas ellas (como su propia familia) ansiaban una vida normal Pero el poeta era incapaz de llevarla.
Él crecía en cambio, con el desplazamiento, el peligro y la emoción de cualquier tipo. Parece que necesitaba la inestabilidad y la ansiedad para trabajar. Era capaz de acurrucarse en cualquier parte con un libro o una hoja de papel y dejar salir sus versos. Pasó su vida en habitaciones o casas amuebladas, mudándose, a menudo acosado por acreedores, o centro fijo de los angustiosos dramas personales que se desarrollaban a su alrededor. Pero seguía trabajando y produciendo. Era un lector incansable. Su producción fue considerable y en su mayor parte de alta calidad. Pero la existencia mouvementée que él encontraba estimulante fue desastrosa para los demás, y sobre todo para Harriet, su joven esposa.
Harriet era una jovencita de clase media, la bonita, impecable y sumamente convencional, hija de un comerciante próspero. Se enamoró del divino poeta, perdió la cabeza y se fugó con él. A partir de entonces su vida se encaminó inexorablemente al desastre. Durante cuatro años compartió la insegura existencia de Shelley, viajando a Londres, Edimburgo, York, Keswick, Gales Norte, Lynmouth, Gales de nuevo, Dublín, Londres y el Valle del Tpámesis. En algunos de esos lugares Shelley se dedicó a actividades políticas ilegales que llamaron la atención de los magistrados y la policía locales, o hasta del gobierno central; en todos se enemistó con los comerciantes que esperaban que les pagaran las cuentas. También antagonizó a los vecinos, alarmados por sus peligrosos experimentos químicos y agraviados por lo que consideraba faltas de decoro de su familia, que generalmente incluía dos o más jovencitas. En dos ocasiones, en el distrito de los Lagos, la comunidad local atacó su casa y se vio obligado a levantar campamento. También huyó de sus acreedores y de la policía.
Harriet hizo todo lo que pudo para compartir sus actividades. Le encantó que le dedicara La reina Mab, su primer poema largo. Le dio una hija, Eliza Ianthe. Concibió otra criatura, su hijo Charles, pero no la capacidad de fascinarle para siempre. Lo mismo ocurrió con todas las demás mujeres. El amor de Shelley era profundo, sincero, apasionado, en realidad perdurable… pero siempre estaba cambiando de objeto. En julio de 1814 le anunció a Harriet que se había enamorado de Mary, la hija de Godwin, y se fue con ella a la Europa continental (con Claire Clairmont a rastras). La noticia hizo en ella un impacto terrible, una reacción que primero sorprendió y luego ofendió a Shelley. Era uno de esos egoístas sublimes, con una fuerte tendencia moralizadora, que dan por sentado que los demás tienen el deber no sólo de adaptarse a sus decisiones sino de aplaudirlas, y cuando esto no ocurre enseguida se muestran ultrajados.
Las cartas de Shelley a Harriet después de dejarla siguen el mismo modelo de las que enviaba a sus padres, condescendencia que se convierte en un enojo santurrón cuando ella no opina como él. “No es culpa mía”, le escribió el 14 de julio de 1814”, que nunca hayas provocado en mi corazón una pasión plenamente satisfactoria”. Siempre había sido generoso con ella y siguió siendo su mejor amigo. El mes siguiente la invitó a reunirse con él, Mary y Claire en Troyes, “donde por lo menos encontrarás un amigo firme y constante que siempre se preocupará por ti y que nunca lastimará voluntariamente tus sentimientos.
De nadie más puedes esperar esto. Todos son o fríos o egoístas”. Un mes después, al comprobar que esta táctica no servía, se volvió más agresivo: “me considero más meritorio y mejor que cualquiera de tus amigos sólo de nombre… mi principal cuidado ha sido el de abrumarte con beneficios… Aun ahora, cuando una pasión violenta y duradera por otra me lleva a preferir su sociedad a la tuya, estoy siempre ocupado en planear cómo ser verdadera y permanentemente útil para ti… en recompensa por esto no es justo que me hieras con reproches y acusaciones, una afección tan única y singular exige un pago muy diferente.” El día siguiente volvía a lo mismo: “Piensa hasta qué punto desearías que tu vida futura quedara bajo la influencia de mi mente vigilante, si es que todavía confías tanto en mi probada e inalterable integridad como para someterte a las leyes que cualquier amistad crearía entre nosotros.”
Escribía estas cartas en parte parea sacarle dinero a Harriet (a estas alturas todavía le quedaba algo), en parte para ejercer presión sobre ella para que ocultara su paradero actual a sus acreedores y enemigos, y en parte para impedir que consultara a abogados. Están salpicadas de referencias “mi seguridad y comodidad”, Shelley era una persona de excepcional susceptibilidad, que parece que fue por entero indiferente a los sentimientos de los demás (una combinación nada infrecuente). Cuando descubrió que por fin Harriet había buscado asesoramiento legal sobre sus derechos, su furia explotó… “Con este proceder, si en realidad es cierto que tu perversidad ha llegado a este exceso, destruyes tus propios propósitos. El recuerdo de nuestro cariño anterior, la esperanza de que no te hubieses apartado para siempre de la virtud y la generosidad, habrían influido sobre mí aun ahora para concederte mucho más de lo que da la ley. Si después de recibir estas cartas persistes en recurrir a la justicia, será obvio que ya no podré considerarte más que una enemiga, alguien que… ha actuado como el traidor más ruin y despiadado”. Añade: “Fui un idiota al esperar grandeza o generosidad de tu parte”, y la acusa de “egoísmo mezquino y despreciable” y de tratar de “perjudicar a un hombre inocente que lucha con la adversidad”. A estas alturas su ofuscamiento en cuanto a su propio comportamiento era total y estaba convencido de que del principio al fin su proceder había sido impecable y el de Harriet imperdonable”. “Estoy profundamente convencido”, escribió a su amigo How, “de que así habilitado seré un amigo más constante, un amante de la humanidad más útil (y) un defensor más ardoroso de la verdad y la virtud.” Uno de los muchos rasgos infantiles de Shelley era el de poder mezclar las ofensas más hirientes con peticiones de favores. Es así que después de la carta que escribió a su madre acusándola de adulterio le mandó otra pidiéndole que le hiciera llegar “mi Máquina Galvánica y mi Microscopio Solar”; sus insultos a Harriet iban mezclados con peticiones no sólo de dinero, sino también de ropa: “Necesito medias, pañuelos y las Obras póstumas de la señora Wollstone”. Le decía que, sin dinero, “es inevitable que me muera de hambre…Mi querida Harriet, envíame provisiones de inmediato”.
No le preguntaba sobre salud, aunque sabía que iba a tener un hijo suyo. De pronto las cartas cesaron abruptamente. Harriet escribió a una amiga: “El señor Shelley se ha vuelto licencioso y sensual a causa enteramente de la Justicia política de Godwin… El mes que viene nacerá mi hijo. No quiere acercase a mí. No, ahora no le importo nada. Nunca pregunta por mí ni me hace saber cómo le va. En resumen, el hombre que una vez amé ha muerto. Ahora es un vampiro” El hijo de Shelley, al que Harriet dio el nombre de Charles Bysshe, nació el 30 de noviembre de 1814. No ha sido aclarado si el padre le vio alguna vez. Eliza, la hermana mayor de Harriet, que siempre le fue fiel (y en consecuencia fu objeto de la acerba enemistad de Shelley) estaba decidida a que la criatura no fuera criada por las mujeres bohemias de Shelley. Este a la inversa de Rousseau, no veía a sus hijos como un “estorbo” y lucho activamente para tenerlos con él. Pero, como era inevitable, la batalle legal se resolvió en su contra y los niños quedaron bajo la guarda del juzgado; después de esto perdió todo interés en ellos. La vida de Harriet quedó arruinada. En septiembre de 1816 dejó a los hijos con sus padres y buscó alojamiento en Chelsea. Su última carta fue para su hermana: “El recuerdo de toda tu bondad, que he reciprocado tan pobremente, a menuda ha apesadumbrado mi corazón. Sé que me perdonarás porque no está en ti ser poco generosa o severa con nadie.” El 9 de noviembre desapareció. El 10 de diciembre encontraron su cuerpo en la Serpentina, en Hyde Park. El cuerpo estaba hinchado y se dijo que ella estaba embarazada, pero de esto no hay ninguna prueba convincente. Ante la noticia, la reacción de Shelley, que hacía tiempo había hecho circular la falsedad de que él y Harriet se habían separado por acuerdo mutuo, fue ultrajar a la familia de Harriet y crear una maraña de mentiras. “Parece”, le escribió a Mary, “que esta pobre mujer, la más inocente en su aborrecida y desnaturalizada familia, fue echada de la casa del padre y bajó los peldaños de la prostitución hasta vivir con un mozo de cuadra, y se mató cuando éste la desertó. No cabe ninguna duda que esa víbora brutal que es su hermana, incapaz de sacar provecho de su conexión conmigo, se ha asegurado la fortuna del viejo, que se está muriendo, ¡al asesinar a esta pobre criatura!... a mí todos me hacen justicia, esto da testimonio de la rectitud y liberalidad de mi conducta con ella”. Dos días después a continuación de esto, envió una carta singularmente cruel a la hermana. Las mentiras histéricas de Shelley quizá se expliquen en parte porque todavía estaba desconcertado por otro suicidio del que habías sido responsable. Fanny Imlay era hijastra de Godwin por un matrimonio anterior de su segunda mujer, tenía cuatro años más que Mary y Harriet la describió como “muy fea y muy razonable”. Shelley trató de conquistarla ya en diciembre de 1812, y le escribió: “Soy uno de esos formidables animales de garras largas llamados hombres, y no es sino después de asegurarle que soy uno de los más inofensivos de mi especie, que me alimento de vegetales y jamás mordí desde que nací, que me atrevo a molestar su atención.” Quizá ella figurara en sus planes de establecer una comunidad radical sexualmente compartida: él mismo, Mary, Claire, How, Pescock y Charles Clairmont, el hermano de Claire.
Sea como fuere, Shelley la deslumbró, y Godwin y su mujer creían que ella estaba trágicamente enamorada de él. Entre el 10 y el 14 de septiembre de 1814 estuvo solo en Londres mientras Mary y Claire estaban en Bath, y Fanny le visitó en sus habitaciones por la noche. Es probable que la sedujera allí. Luego él fue a Bath. El 9 de octubre los tres recibieron una carta muy depresiva de Fanny, con sello del correo de Bristol. Shelley fue enseguida a buscarla, pero no la encontró. En realidad, había partido ya para Swansea, y al día siguiente tomó una sobredosis de opio allí, en una habitación de la posada Mackworth Arms. Shelley nunca se refirió a ella en sus cartas, pero en 1815 hay una referencia en un poema (“Su voz tembló en verdad cuando nos separamos”) que le presenta a él mismo (“un joven de cabello cano y ojeroso”) sentado cerca de su tumba. Pero fue sólo una idea; jamás visitó su tumba, que permanece sin nombre.
En el altar de las ideas de Shelley hubo otros sacrificios. Uno fue el de Elizabeth Hitchener, una joven de Sussex de la clase trabajadora, hija de un contrabandista convertido en mesonero, que gracias a esfuerzos y sacrificio prodigiosos había llegado a ser maestra de una escuela en Hurstpierpoint. Era conocida por sus ideas radicales y Shelley inició una correspondencia con ella. En 1812 Shelley estaba en Dublín predicando la libertad a los irlandeses, que no demostraron entusiasmo. Como le quedó una buena cantidad de material subversivo en las manos, tuvo la brillante idea de mandárselo a la señorita Hitchener para que lo distribuyera en Sussex. Lo embaló en una gran caja de madera pero, típicamente, pagó el envió sólo hasta Holyhead, dando por sentado que de allí lo mandarían a destino y que la señorita Hitchener pagaría al recibirlo. Pero como era de suponer, lo abrieron en el puerto de entrada, el Ministerio del Interior informó y se puso vigilancia a la maestra. Esto terminó con su carrera. Todavía le quedaba su honor. Pero Shelley la invitó a incorporarse a su pequeña comunidad y, pese a los consejos en contra de su padre y sus amigos, ella aceptó. También la convenció de que le prestara 100 libras, probablemente todos sus ahorros.
En esa etapa la alababa con entusiasmo; "si bien nacida en muy humilde cuna, adquirió durante su juventud una manera de pensar muy profunda y refinada; su mente naturalmente inquisitiva y penetrante, superaba los límites del prejuicio”. En las cartas que le dirigía la llamaba “mi roca” en su tormenta, “mi mejor genio, juez de mis razonamientos, guía de mis actos, la que me abrió el mejor camino para ser útil”. Ella era “uno de soso seres que llevan felicidad, reforma, libertad dondequiera que vayan”. Se reunió con los Shelley en Lynmouth, donde se decía de ella: “Ríe, hable y escribe durante todo el día”, y distribuyó los panfletos de Shelley. Pro Harriet y su hermana pronto le tomaron antipatía. El mismo Shelley no era del todo contrario a que existiera cierta tensión competitiva entre sus mujeres. Pero en este caso pronto compartió la desaprobación. Parece que sedujo a la señorita Hitchener durante largas caminas a lo largo de la costa, pero más adelante sintió aversión hacia ella.
Cuando Harriet y Eliza se pusieron en contra de ella, decidió que debía irse. De todos modos ahora había establecido contacto con la familia de Godwin, cuyas jovencitas le resultaban más excitantes. De modo que la mandó de vuelta a Sussex, para llevar adelante la causa allí, con la promesa de un sueldo de 2 libras semanales. Pero fue el hazmerreír del lugar, la amante descartada de un caballero. Shelley escribió despectivamente a How: “El Demonio Marrón como llamo a nuestra torturadora y maestra de escuela, debe recibir nuestro estipendio. Lo pago de mala gana pero debe hacerse. Nuestra precipitación imprudente la privó de una situación donde le iba bien; y ahora dice que ha perdido su reputación, se le ha arruinado la salud, y destruido su paz espiritual, todo gracias a mi barbarie: ¡una víctima total de todos los males, mentales y corporales, que jamás heroína alguna haya sufrido!” Luego no pudo resistirse a añadir: “Esa mujer es una bestia hermafrodita, astuta, superficial y fea.”En realidad recibió sólo el primer pago y jamás se le devolvió su préstamo de 100 libras. Así retornó a la oscuridad de la que Shelley la había sacado, una víctima chamuscada por su llama.
Un caso similar, aún más humilde, fue el de Dan Healey, un jovencito de quince años que Shelley trajo a su vuelta de Irlanda como sirviente. Se sabe poco de los sirvientes de Shelley, aunque generalmente tenía tres o cuatro. En una carta a Godwin, Shelley defendió su vida ociosa, sobre la base de que “si trabajara en el telar o el arado, y mi mujer en la cocina y en las tareas de la casa, tal como está constituida la sociedad, pronto nos convertiríamos en seres muy diferente y “añadiría, “menos útiles para nuestra especie” De modo que tenía que haber sirvientes, pudiera Shelley pagarles o no. Era usual que empleara a gente de la localidad a sueldos muy bajos, pero Dan era diferente, porque le había sido útil a Shelley en Dublín para pegar carteles ilegales, en el verano de 1812 de nuevo le utilizó en Linmouth para pegar carteles en paredes y cobertizos. A Dan se le dijo que si las autoridades le interrogaban tenía que hablar de que “había encontrado a dos caballeros en el camino”. El 18 de agosto le arrestaron en Barnstaple y contó su historia. Esto no le sirvió de nada. Le declararon curable bajo la Ley del 39 George III c79 y fue sentenciado a pagar multas por un total de 200 libras o, en su defecto, seis meses de prisión. En vez de paga la multa como todo el mundo esperaba (incluso las autoridades), Shelley se escapó pidiendo prestados 29 chelines a su sirvienta y 3 libras a un vecino para poder escapar.* De modo que Dan fue a la cárcel. Cuando salió volvió al servicio de Shelley, pero le despidieron seis meses después; el motivo formal fue que su conducta carecía ahora de “principios” (pudo haber adquiero malos hábitos en prisión) pero la verdad era que los Shelley tenían que hacer economías. Se le debían 10 libras de sueldo que nunca cobró.41 Y así otra víctima magullada volvió a la oscuridad.
Debe presentarse a favor de Shelley que cuando sucedió todo esto él era muy joven. En 1812 sólo tenía veinte años. Cuando abandonó a Harriet y se fugó con María tenía veintidós. A menudo olvidamos qué joven era esta generación de poetas cuando transformaron la literatura del mundo de habla inglesa; qué joven, en verdad, cuando murieron; Kyats tenía veinticinco años, Shelley veintinueve, Byron treinta y seis. Cuando Byron, después de abandonar Inglaterra definitivamente, conoció a Shelley en la costa del Lago de Ginebra el 10 de mayo de 1816, todavía tenía sólo veintiocho, Shelley veinticuatro; Mary y Claire apenas dieciocho. Frankenstein, la novela que Mary escribió a la orilla del lago durante las largas noches del principio de ese verano, fue, se podrá decir, la obra de una estudiante. Sin embargo, si bien en un sentido eran criaturas, también eran adultos que rechazaban los valores del mundo y ofrecían sistemas alternativos propios, en cierta medida como los estudiantes de la década de 1960. No se consideraban a sí mismos tan jóvenes como para no poder asumir responsabilidades o tener que exigir la indulgencia debida a la juventud, muy al contrario. Shelley en particular insistía en la gran seriedad de su misión en el mundo. Desde el punto de vista intelectual maduró con gran rapidez. La reina Mab, poema de gran efectividad, aunque aún juvenil en algunos aspectos, fue escrito cuando Shelley tenía veinte años y publicado al año siguiente. A partir de 1815-16 en adelante, cuando estaba por promediar los veinte, su obra se aproximaba a su cenit. En esta etapa demostró no solo una gran amplitud de lectura, sino también una gran profundidad de pensamiento. No cabe duda de que Shelley tenía un gran cerebro, sutil y sensitivo además. Y, joven como era, había aceptado los deberes de la paternidad.
Observemos ahora a sus hijos. En total tuvo siete, de tres madres distintas. Los primeros dos, Ianthe y Charles, le nacieron a Harriet y estuvieron bajo la guarda de la justicia. Shelley protestó amargamente contra esta medida y perdió, en parte porque algunas de las opiniones que había vertido en La Reina Mab horrorizaron al tribunal; él interpretó que se trataba de un intento ideológico para que abandonara sus objetivos revolucionarios. Después de la decisión en contra siguió cavilando sobre la injusticia y odiando al Lord Canciller Eldon, pero ya no demostró más interés por sus hijos. La decisión del tribunal le obligaba a un pago trimestral de 30 libras para los niños, que vivían con padres adoptivos, que se deducían directamente de su asignación. Nunca hizo uso del derecho de visita que el tribunal le había concedido. Nunca les escribió, aunque Ianthe, la mayor, ya tenía nueve años cuando él murió. No preguntaba cómo estaban, salvo formalmente, y la única carta dirigida al padre adoptivo, Thomas Hume, de fecha 17 de febrero de 1820, menciona esencialmente sus propios agravios y es un documento despiadado. No hay ninguna otra referencia estas criaturas en las otras cartas o diarios que se conocen. Parece que los desterró de su mente, aunque hacen una aparición fantasmal en su poema autobiográfico Epipsychidion (que descarta a Harriet como “el planeta de esa hora”): Marcados como bebés mellizos, hermana y hermano, Esperanzas errabundas de una madre abandonada.
Con Mary tuvo cuatro hijos, de los que tres murieron; su hijo Percy Florence, que nació en 1819, fue el único que sobrevivió para continuar la familia. La primera criatura de Mary, una niña, murió en la infancia. El hijo, William, enfermó de gastroenteritis en Roma a los cuatro años; Shelley le atendió durante tres noches consecutivas, pero el niño murió. Los esfuerzos de Shelley fueron quizá inducidos en parte por el sentimiento de culpa que le había dejado la parte que desempeñó en la muerte de su hija Clara, un bebé todavía, el año anterior. En agosto de 1818 Mary y la niña estaban gozando de un fresco relativo en el lugar veraniego Bagni de Lucca. Shelley que estaba en Este, en las colinas más arriba de Venecia, insistió en que Mary y la nena se reunieran con él de inmediato, un viaje espantoso de cinco Días en la estación más cálida del año. Shelley no sabía que la pequeña Clara estaba mal ya antes de comenzar el viaje; pero a su llegada estaba obviamente enferma y su estado no mejoró. Pese a ello, a las tres semanas, y otra vez exclusivamente para su propia conveniencia (estaba excitado por sus intercambios de opiniones radicales con Byron), envió instrucciones perentorias a Mary de reunírsele con la nene en Venecia. La pobre Clara, según la madre, estaba “en un estado de debilidad y fiebre extremas”, y el viaje duró desde las 3.30 de la mañana hasta las 5 de la tarde en un día tórrido. Cuando llegaron a Papua era evidente que Clara estaba muy enferma; Shelley insistió en que siguieran hasta Venecia. Durante el viaje, Clara sufrió “movimientos convulsivos de la boca y los ojos”; murió a la hora de haber llegado a Venecia.44 Shelley confesó que “este golpe inesperado “(previsible sin duda alguna) había llevado a Mary a “una especie de desesperación”; fue una etapa importante en el deterioro de la relación entre ellos.
Ese invierno llegó a otra etapa cuando en Nápoles nación una hija ilegítima de Shelley, que bautizaron en el nombre de Elena. El registró a la criatura como suya y dio el nombre de la madre como May Godwin Shelley. Por cierto su esposa no era la madre; Poco después Paolo Foggi, un antiguo sirviente que estaba casado con Elise, la niñera de sus hijos, comenzó a chantajearle, basando sus amenazas en que Shelley había hecho una declaración criminalmente falsa al declarar a Mary como la madre. Es posible que Elise fuera la madre. Pero hay muchos argumentos fuertes en contra de esto. La propia Elise tenía una historia distinta. En 1820 le contó a Richard Poner, Cónsul Británico en Venecia, que hasta entonces había tenido una alta opinión de Shelley a pesar de su reputación, que el poeta había dejado en el Hospital de Huérfanos de Nápoles una niña que había tenido de Claire Clairmont. Poner quedó asqueado por la conducta de Shelley, y cuando se lo confió a Byron, éste le contestó: “De los hechos sin embargo no puede haber duda alguna; es típico de ellos”.45 Estaba al tanto de todo lo que concernía a Shelley y Claire Clarimont. Ella era la madre de su propia hija ilegítima Allegra.
Se había propuesto conquistarle en la primavera de l816, antes de que él se fuera de Inglaterra. Byron, que tenía algunos escrúpulos en cuanto a seducir a una virgen, se había acostado con ella en cuanto le dijo que ya lo había hecho con Shelley. Tenía una opinión muy pobre de la moral de Claire, ya que ella, en efecto, no sólo le había seducido, sino que le había ofrecido procurarle también a Mary Shelley ésa era una de las razones por las que no le permitió criar a Allegra, aunque separarla de su madre fue fatal para la criatura. Byron estaba seguro de que Allegra era su hija y no de Shelley, ya que sabía que en ese tiempo ella no tenía relaciones sexuales con Shelley. Pero era obvio que creía que habían retomado su amorío intermitente cuando Mary viajó. Elena fue el resultado. Los defensores de Shelley han ofrecido diversas explicaciones, pero que era hija de Claire-Shelley es de lejos la más probable. Mary quedó desconsolada por el episodio: nunca le había gustado Claire y le fastidiaba su presencia continua en la casa. Si la criatura se quedaba con ellos Claire se convertiría en miembro permanente del hogar, y era posible que retomara su aventura con Shelley. En respuesta a la aflicción de Mary, Shelley decidió abandonar a la criatura y, siguiendo el ejemplo de su héroe, Rousseau, utilizó el orfanato. No es de extrañar que el bebé muriera allí a los dieciocho meses, en 1820. El año siguiente, sin tener las críticas de Shelley y otros, en una carta que le escribió a Mary, Shelley resumió todo este asunto en una frase insensible y reveladora: “Prestamente recuperé la indiferencia que merecen ampliamente las opiniones de cualquier cosa o cualquier persona a excepción de nuestra propia conciencia.”
¿Shelley era entonces promiscuo? Por cierto en el mismo sentido que Byron, que afirmó en septiembre de 1818 que en dos años y medio había gastado más de 2.500 libras en mujeres venecianas y se había acostado “por lo menos con doscientas de una clase y otra, o quizá con más”; y más adelante dio una lista de veinticuatro amantes por su nombre. Por otra parte, Byron en cierto modo tenía un sentido del honor más refinado que Shelley; nunca fue taimado ni hipócrita. Shelley escribió al reformista sexual y feminista J.H.Lawrence: “Si hay un crimen enorme y desolador del que me estremecería ser acusado, es la seducción.” Esta fue su teoría; pero no su práctica. Además de los casos ya mencionados, hubo también una aventura amorosa con una italiana de buena familia, Emilia Viviani; a Byron se lo contó todo, pero añadió: “por favor, no menciona nada de lo que le he contado, porque esto no se sabe y Mary podría fastidiarse mucho. Shelley parece que deseó que una mujer diera estabilidad y comodidad a su vida, y le permitiera seguir con sus amoríos; en recompensa él (por lo menos en teoría) permitiría la misma libertad a su mujer. Un arreglo similar, como veremos, se convertiría en un objetivo recurrente para los principales intelectuales. Nunca dio resultado, por cierto jamás en el caso de Shelley. La libertad que él mismo se tomaba angustió primero a Harriet y luego a Mary; y ella simplemente no querían esa libertad recíproca.
Es evidente que Shelley comentó estas ideas a menudo con Leite Hunt, su amigo radical. Benjamín Robert Haydon, el pintor y periodista, anota que había oído a Shelley “arengar a la señora Hunt y a otras mujeres presentes… sobre la perversidad y el absurdo de la castidad”. Durante el debate, Hunt escandalizó a Haydon a decirle que a él “no le importaría que algún joven, si él estuviera conforme, se acostara con su mujer”. Haydon añadía: “Shelley adoptaba sus propios principios y actuaba según ellos con coraje; Hunt los defendía sin tener la energía de llevarlos a la práctica. Y quedaba satisfecho con una caricia disimulada.” Lo que las mujeres pensaban no ha quedado escrito. Cuando Shelley le dijo a Harriet que podía acostarse con su amigo How, ella se negó de plano. Cuando le ofreció la misma posibilidad a Mary, ésta pareció asentir, pero finalmente decidió que el hombre no le gustaba. Las pruebas existentes demuestran que las propias experiencias de Shelley con el amor libre fueron tan furtivas y deshonestas como las de la mayoría de los adúlteros comunes y le enredaron en la maraña usual de ocultamiento y mentiras.
La historia se repite con asuntos de dinero. Eran sumamente complicados y tormentosos, y aquí sólo puedo intentar un breve resumen. En teoría, Shelley no creía en la propiedad privada en absoluto, por no hablar de la herencia y la primogenitura de la que se beneficiaba. Un enfoque filosófico de la reforma dejó sentados sus principios socialistas: “La igualdad de posesiones debe ser el resultado final de los máximos refinamientos de la civilización; es una de las condiciones de ese sistema de sociedad hacia el que es nuestro deber tender, sea cual fuere nuestra esperanza de éxito final.”55 Pero mientras tanto era necesario que los hombres privilegiados pero esclarecidos como él se aferraran a la fortuna heredada para promover la causa. Esta iba a ser la autojustificación familiar, de hecho casi universal, entre los intelectuales radicales de fortuna, y Shelley la utilizó para sacarle todo el dinero que pudo a su familia. Desafortunadamente para él, en su primerísimo carta a Godwin, su mentor, al presentarse anunció con orgullo: “Soy hijo de un hombre de fortuna, de Sussex…. Soy heredero por vínculo de una fortuna que rinde 6.000 libras anuales” Al enterarse de esto Godwin debió de aguzar los oídos. No sólo era el filósofo radical más importante, sino también un embrollón financiero genial y uno de los más desvergonzados sablistas que jamás vivió. Cantidades de dinero realmente asombrosas pasa de las manos de amigos bien intencionados a su laberíntico sistema de deudas, sin dejar ningún beneficio. Se apropió del entonces joven e inocente Shelley y no le echó jamás. No sólo tomó el dinero de la familia de Shelley, sino que le contaminó profundamente con todos los trucos miserables de un deudor de principios del siglo XIX: bonos posdatados, papeles descontados y, lo que no esmeros, los notorios préstamos post-obit por los cuales los jóvenes herederos de una fortuna vinculada podían conseguir sumas fuertemente descontadas a un interés altísimo, a cuenta de la muerte del padre. Shelley adoptó todos estos procedimientos ruinosos, y un porcentaje muy alto de lo que así consiguió fue a parar directamente al agujero negro financiero de Godwin.
Jamás fue devuelto ni un penique, y la necesitada familia de Godwin no parece que se beneficiara en nada. Por fin Shelley se enfrentó al chupasangre. “Le he dado”, escribió, “en el curso de algunos años lo que equivale a una fortuna considerable, y me he visto privado, para poder hacerlo, de casi cuatro veces la misma cantidad. Salvo por la buena voluntad que esta transacción parece haber creado entre usted y yo, este dinero, para la ventaja que pudo haber significado para usted, lo mismo pude haberlo tirado al mar”. La pérdida de dinero no fue el único daño que Shelley sufrió por su contacto con Godwin. Harriet estaba enteramente en lo cierto al pensar que el gran filósofo había vulgarizado y endurecido a su esposo de muchas maneras, en especial en su actitud frente al dinero. Contaba que cuando Shelley, que ya la había dejado por Mary, fue a verla después de nacer su hijo William, “dijo que estaba contento de que fuera un varón, ya que abarataría el dinero”58 Con esto quiso decir que le permitiría conseguir un préstamo post-obit a un interés más bajo; no fue una observación propia de un poeta idealista de veintidós años, sino de un deudor crónico y tramoyista.
Godwin no fue el único chupasangre en la vida de Shelley. Hubo otro asiduo sacadineros intelectual, Leigh Hunt. Un cuarto de siglo después Thomas Babington Macaulay hizo un breve resumen de Hunt al director de la Edinburg Review, Napier, diciéndolo que había contestado una carta de Hunt, “no sin el temor de convertirse en una de las numerosas personas a las que les pide 20 libras siempre que las necesita.”59 Cuando finalmente Dickens le inmortalizó en Bleak House, le confesó a un amigo: “Supongo que es el retrato más exacto que jamás fue pintado en palabras… Es una reproducción cabal del hombre real”60 En la época de Shelley, Hunt acababa de empezar su larga carrera de sablista; utilizaba la bien probada técnica de Rousseau de convencer a sus víctimas de que les hacía un favor al aprovecharse de su generosidad. Cuando Shelley murió Hunt se dirigió a Byron, que finalmente se lo quitó de encima para siempre; consideraba que Hunt había esquilmado a Shelley. Pero, ¡ay! Hizo algo peor: convenció a Shelley de que, para gente de ideas avanzadas como ellos, pagar las deudas no era una necesidad moral, bastaba con trabajar por la humanidad.
Es así que Shelley, el defensor de la verdad y la justicia, se convirtió en un evasor y estafador. Pedía dinero prestado en todas partes y a cualquier clase de gente, y en general no lo devolvía. Siempre que los Shelley se mudaban, usualmente con cierto apuro, dejaban atrás pequeños grupos de gente enfadad que una vez habían confiado en ellos. El joven Dan Healy no fue el único irlandés estafado por Shelley. Es evidente que John Lawlees, el editor republicano que le había ayudado en Dublín, le prestó una importante suma de dinero. Como no podía permitirse el Lugo de perder ese dinero, después de la partida de Shelley escribió ansioso a How preguntándole por dónde andaba. Poco después lo encarcelaron por deudas. Shelley no sólo no intentó sacarle de prisión pagándole el dinero que le debía, sino que le insultó por quejarse: “Temo”, escribió a una amiga común en Dublín, Catherine Nugent, “que le haya hecho a usted lo que nos hizo a nosotros.” Peor aún, en Lynmouth Shelley firmó cuentas con su nombre (“el Honorable Señor Lawless”), esto fue una falsificación en consecuencia un acto criminal. Otro grupo de gente estafado por Shelley fueron los galeses, mientras estuvo en Gales. Llegó en 1812, alquiló una granja y tomó sirvientes (“¡pude contratar una ayudante fiable, porque necesitaremos tres en total!”), pero pronto lo detuvieron por deudas de 60 y 70 libras en Caernarvon. John Williams, que patrocinaba la aventura galesa, y el doctor William Roberts, un médico rural, pagaron la fianza y John Bedwell, un abogado londinense, pagó la deuda y los costos. Los tres llegaron a lamentar su generosidad. Más de treinta años después, en 1844, el doctor Roberts seguía intentando conseguir que el patrimonio de Shelley le pagara las 30 libras que el poeta debía. Bedwell también exigió su dinero en vano. Un año después, Shelley le escribió a Williams: “he recibido una carta muy desagradable y autoritaria, a la que he respondido con ánimo inflexible.” A Shelley le gustaba adoptar un tono altisonante. Un hermano de Williams, Owen, granjero, había prestado 100 libras a Shelley, descubrimos que Shelley le escribió a Williams exigiendo que Owen produjera 25 libras más, y añade, “según su respuesta a esta petición sabré si la ausencia de los amigos enfría la amistad o no”. La relación de Shelley con Williams terminó al año siguiente en una maraña de recriminaciones por motivo del dinero que el poeta le debía. Ni Williams ni Owen recibieron jamás su dinero. Sin embargo Shelley era un moralista, e implacable con cualquiera (a excepción de Godwin y Hunt) que le debiera dinero a él. John Evans, otro galés, recibió dos reclamaciones por pagos, en los que Shelley le recordaba que le debía efectivo” y que siendo una deuda de honor debía tener primacía sobre cualquier otra, y le insistía en la necesidad de su pago inmediato mientras lamentaba la apatía y renuncia de los deudores en un caso así”
No queda en claro qué significaba para Shelley deuda de honor. El no tenía escrúpulos en pedir prestado a mujeres, desde lavanderas y sirvientas, y la dueña de la pensión en Lynmouth (ésta finalmente recuperó 20 de las 30 libras que él le debía, porque sabiamente había guardado sus libros), hasta su amiga italiana, Emilia, a la que le sacó 220 coronas. Debía dinero a comerciantes de todo tipo. En abril de 1817, por ejemplo, él y Hunt aceptaron pagar a un tal Joseph Kirkman por un piano, que fue debidamente entregado, pero que al cabo de cuatro años todavía seguía impago. De la misma manera, Shelley consiguió que Charter, el famoso fabricante de coches de Bond Street, le hiciera un hermoso vehículo. A un costo de 532,11 libras, que usó hasta su muerte. Charter finalmente llevó al poeta a tribunales, pro todavía estaba tratando de cobrar su dinero en la década de 1840. Un grupo que Shelley explotó en particular fue el de los pequeños libreros-impresores que publicaban sus poemas a crédito. Esto comenzó con las 20 libras que pidió prestadas a Slatter, el librero de Oxford, cuando a Shelley le expulsaron. Es evidente que Slatter sentía simpatía por él y quiso evitar que acudiera a los prestamistas rapaces; el resultado fue que Shelley le metió en un lío sorprendentemente oneroso.
En 1831, el hermano de Slatter, un plomero, escribía a Sir Timothy: “hemos sufrido mucho a raíz de un esfuerzo sincero para salvar a su hijo de acudir a los judíos con el propósito de conseguir dinero a un interés muy alto, hemos perdido más de 1.300 libras”. Finalmente los arrestaron por deudas y parece que nunca les devolvieron su dinero. El impresor de Weybridge que publicó Alastor todavía cuatro años más tarde estaba tratando de conseguir que Shelley le pagara; no se sabe que le reembolsara nada. A un tercer librero Shelley le escribió (diciembre de 1814): “Si usted me proporcionara libros, le otorgaría una nota post-obit en la proporción de 250 libras por cada 100 libras de libros provistos.” Le dijo que las edades de su padre y de su abuelo eran sesenta y tres y ochenta y cinco, cuando en realidad eran sesenta y uno y ochenta y tres. Un cuarto librero-editor, Thomas Hookham no sólo imprimió La reina Mab a crédito, sino que le adelantó dinero. El también quedó impago y, por el crimen de condolerse por Harriet, se convirtió en un objeto de odio; el 25 de octubre de 1814 Shelley le escribió a Mary: “Si ves a Hookham, no le insultes abiertamente. Todavía tengo esperanzas…Haré que este villano implacable odie a su propia carne… a su debido tiempo. Se derrumbará en la flor de la edad. Su orgullo quedará hecho pedazos. Secaré su alma egoísta a pedacitos.”64
¿Cuál es el común denominador en todo esto, en la conducta sexual y financiera de Shelley, en sus relaciones con el padre y la madre, esposas e hijos, socios en negocio y comerciantes? Es, por cierto, la incapacidad de aceptar ningún punto de vista que no fuera el propio; en resumen, la falta de imaginación. Ahora bien, esto es muy curioso, porque la imaginación está en el centro mismo de su teoría de la regeneración política. Según Shelley, para trasformar el mundo se requiere imaginación, o “Belleza Intelectual”, y era porque los poetas poseían esta cualidad en el más alto grado, porque los llamaba legisladores naturales del mundo, si bien no reconocidos. Sin embargo, aquí estaba él, un poeta (y uno de los más grandes poetas), dotado, quizá de una simpatía imaginativa con clases enteras, trabajadores rurales oprimidos, seguidores de Ludd, los amotinados de Peterloo, obreros de fábricas, gente que jamás había visto; capaz de sentir, en abstracto, por toda la humanidad sufriente y, sin embargo. Le era evidentemente imposible, no una vez, sino veinte, cien veces, penetrar con la imaginación en las mentes y corazones de toda esa gente con la que trataba diariamente. De libreros a baronesas, de sirvientas a patronas, sencillamente no podía comprender que tenían derecho a un punto de vista que difiriera del suyo; y confrontados con la (para él) intransigencia de ellos, caía en el insulto. Una carta que escribió a John Williams el 21 de marzo de 1813 englobaba a la perfección las limitaciones imaginativas de Shelley. Comienza con un insulto verbal al desafortunado Bedwell; sigue con un ataque salvaje a la aún más infeliz señorita Hitchener (“una mujer con opiniones desesperadas y pasiones horrendas, pero fría e inflexible en la venganza… El día de su tribulación reí de todo corazón”); termina con una promesa a la humanidad: “Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por mi país y mis amigos que les sea útil”; y se despido “y entre todos por usted, con el afecto de siempre” Se trataba del mismo Williams al que estaba engañando y que pronto sería un deudor amargado.
Shelley dedicó su vida al progreso político, utilizando el maravilloso don poético con que había sido dotado sin llegar jamás a darse cuenta de esta descalificación imaginativa. Tampoco la compensó con un intento de conocer los datos referentes a las categorías de la humanidad que deseaba ayudar. Escribió su Discurso a los irlandeses antes de siquiera poner un pie en el país. Cuando estuvo allí no hizo ningún esfuerzo sistemático para investigar la situación o describir qué era lo que los irlandeses quería realmente.66 En realidad planeaba en secreto destruir la religión que ellos tanto amaban. De la misma manera permaneció en la ignorancia, en cuanto a la política y la opinión pública inglesa, de la naturaleza desesperante de los problemas que el gobierno afrontaba en el período post Waterloo, y de la sinceridad de los esfuerzos que se hacían para resolverlos. Nunca trató de informarse o hacer justicia a hombres bien intencionados y sensibles como Castlereagh y Sir Robert Peel precisamente haciendo uso de ese tipo de imaginación penetrante que según él decía era tan esencial. En cambio, los ofendió, en la máscara de la anarquía, tal como ofendió a sus acreedores y desecho a las mujeres en sus cartas.
Es evidente que Shelley quería una transformación política total de la sociedad que incluía la destrucción de la religión organizada. Pero no estaba seguro de cómo realizarla. A veces predicaba la no violencia, y hay quienes lo quieran ver como el primer verdadero evangelista de la resistencia pasiva, un progenitor de Gandhi. “No tengáis nada que ver con la fuerza o la violencia”, escribió en su Discurso a los irlandeses, “¡Las asociaciones cuyo objetivo es la violencia merecen la más enérgica desaprobación del verdadero reformista!... todas las asociaciones secretas también son malas.” Pero Shelley a veces quiso organizar grupos secretos, y parte de su poesía sólo tiene sentido como una incitación a la acción directa. La máscara de la anarquía es contradictoria: una estrofa, líneas 340-44, apoyan la no violencia. Pero la estrofa más famosa, que terminan “Vosotros sois muchos, y ellos son pocos” y se repite ( II.151-54, 369-72) pide la insurrección.68 Byron, que fue un rebelde como Shelley, Julián y Maddalo, que registra las largas conversaciones que tuvieron en Venecia, Maddalo (Byron) dice del programa político de Shelley: “Creo que ese sistema podría estar a salvo de toda refutación por lo que se refiere a las palabras”, pero en la práctica creía que “esas teorías ambiciosas” eran “vanas”
El hecho de que en este poema, que data de 1818-19, Shelley reconocía que la crítica de Byron marcó una pausa en su temerario fundamentalismo político. Shelley se acercaba a Byron con gran modestia: “Desespero de rivalizar con Lord Byron, por cierto, y no hay ningún otro con el que valga la pena competir…cada palabra lleva el sello de la inmortalidad.
“Durante un tiempo el poder de Byron lo paralizó: “el sol ha apagado a la luciérnaga”, como decía. Es cierto que conocer a Byron tuvo un efecto madurador en Shelley. Pero a diferencia de Byron, que comenzó a ver su papel como organizador de pueblos oprimidos (los italianos, luego los griegos), Shelley comenzó a volverse contra cualquier tipo de acción directa. Es muy significativo que, al final de su vida, empezara a criticar a Rousseau, a quien identificó con los horribles excesos de la Revolución Francesa. En El Triunfo de la vida, su poema inconcluso, presenta a Virgilio como una figura narrativa virgiliana, prisionero del Purgatorio porque cometió el error de creer que el ideal podía conseguirse envida, y así se corrompió. Pero no queda en absoluto claro que en consecuencia Shelley renunciara a la política práctica para concentrase en el idealismo puro de la imaginación.
Lo cierto es que en los meses anteriores a su muerte no se notó ningún signo de un cambio fundamental en su carácter. Claire Clairmont, que vivió hasta pasar los ochenta y convertirse en una mujer sentaste (inspiró Los papeles de ASPEC, la magnética historia de Henry James), escribió sesenta años después de estos hechos que “el suicidio de Harriet tufo un efecto beneficioso sobre Shelley: se volvió menos seguro en sí mismo y no tan desenfrenado como era antes”70 Esto puede muy bien ser cierto aunque Claire, a tan gran distancia en el tiempo, tenía una visión telescópica de los hechos. Shelley realmente se volvió menos violentamente egocéntrico, pero el cambio fue gradual y en absoluto completo a su muerte. En 1822 tanto él como Byron se habían construido barcos, el Don Juan y el Bolívar, y Shelley en especial tenía la obsesión de navegar. Con este objeto insistió en alquilar una casa en Lerici en la Bahía de La Spezia para el verano. Mary, que otra vez estaba embarazada, llegó a odiarla sobre todo porque hacía mucho calor. Los dos se estaban distanciando: Mary estaba cada vez más desilusionada y cansada de esa vida anormal en el exilio. Además, se cernía una nueva amenaza. El compañero de navegación de Shelley era Edgard Williams, un teniente a media paga de la Compañía de la India Oriental; Shelley mostraba un creciente interés por Jane, la hermosa compañera de Williams. Jane era música, tocaba la guitarra y cantaba bien (como Claire), algo a que a Shelley le gustaba. Hacían reuniones musicales a la luz de la luna de verano. Shelley escribió varios poemas para ella y otros sobre ella... ¿Mary iría a ser desplazada tal como ella había una vez desplazado a Harriet?
El 16 de junio Mary, como temía, tuvo un aborto, y de nuevo cayó en la desesperación. A los dos días Shelley escribió una carta que demuestra claramente que el matrimonio estaba realmente terminado: “Sólo siento necesidad de aquellos que pueden sentir y comprenderme…Mary no puede. La necesidad de ocultarle pensamiento que la harían sufrir precisa esto, quizá. La maldición de Tántalo es que una persona dotada de cualidades tan excelentes y de una mente tan pura como la suya no exciten la simpatía indispensable para aplicarla a la vida doméstica.” Shelley añada: “Jane me gusta cada vez más…. Tiene un gusto para la música y una elegancia de figura y movimientos que compensan en cierto grado la falta de refinamiento literario”
Al terminar el mes Mary sentía que su posición, el calor, la casa, eran insoportables: “Desearía, escribió, “poder romper mis cadenas y dejar este calabozo”72
Consiguió su libertad de manera trágica e inesperada. A Shelley siempre le había fascinado la velocidad. En una encarnación en el siglo XX podría haberse dedicado a coches veloces o quizá a aviones. Uno de sus poemas, La bruja de Atlas, es un himno a los placeres de viajar por el espacio. Su barco, el Don Juan, fue construido para velocidad, y Shelley lo hizo modificar para que fuera aún más veloz. Sólo tenía veinticuatro pies de eslora, pero tenía dos palos mayores mellizos y velas cangrejas. El y Williams inventaron un aparejo de gavia que aumentaba enormemente la extensión de lona; para aumentar aún más la velocidad, a petición de Shelley el arquitecto naval de Byron creó otro aparejo y una popa y una proa falsas. Fue entonces un barco muy veloz y peligroso y navegaba “como una bruja” Cuando tuvo lugar el desastre podía llevar tres spinnakers y una vela de tormenta y flotaba unas tres pulgadas más alto en el agua. Shelley y William volvían de Livorno a Lerici en el barco reacondicionado. Partieron la tarde del 8 de julio de 1822 con mal tiempo, con todas las velas desplegadas. Todas las embarcaciones italianas locales se apresuraron a volver al puerto cuando la tormenta estalló a las seis y media de la tarde. El capitán de una de ellas dijo que había visto el barco de Shelley en medio de olas inmensas, todavía con todas las velas; los invitó a pasar al suyo o por lo menos a que arriaran las velas, o “están perdidos”. Pero uno de los dos, se supone que Shelley, gritó “No”, y se vio que impedía que su compañero arriara las velas tomándole del brazo, “como enfadado”, El Don Juan se hundió a diez millas de la costa, todavía con todas la velas; los dos se ahogaron.74
Kyats había muerto en Roma de tuberculosis el año anterior; Byron murió de las sangrías que le hicieron los médicos dos años después en Grecia. Y así llegó a su fin una época breve e incandescente de la literatura inglesa. Mary llevó al pequeño Percy, el futuro baronet (Charles había muerto) de vuelta a Inglaterra y comenzó con toda paciencia a erigir un monumento mítico a la memoria de Shelley. Pero las cicatrices quedaron. Había conocido la parte oculta de la vida de un intelectual y había aprendido que las ideas tienen poder para lastimar. Cuando un amigo que observaba como aprendía a leer Percy exclamó: “Estoy seguro de que llegará a ser un hombre extraordinario” Mary Shelley estalló: “Quiera Dios”, dijo con pasión, “que llegue a ser un hombre normal”